“Aquí nació el mundo”. Así lo manifiestan los Wixáarikas y año con año no dejan de peregrinar hacia esta área natural protegida en San Luis Potosí, que tiene una extensión de 140, 211.85 ha y 138.78 km. 

En un viejo vagón de ferrocarril llegué a este recinto que me hizo descubrir un mundo lleno de sueños y promesas.

Descubrir la vida en medio de la nada, encontrar su planta sagrada y dejarse secuestrar por el paisaje que embruja y desorienta.

Sumergirse en ese mar de gobernadoras, encontrarse con la geometría de su flora, vivir la plenitud de sus veredas y ojos de agua.

En este lugar la vida es dura, no se permiten los errores ni la enfermedad. Su gente es amable y hospitalaria.

En el silencio del desierto sólo se escucha el murmullo lejano y tronante del ferrocarril, y la nostalgia inunda la tarde. Entonces el fuego se posesiona del cielo, las aves cantan al unísono y el viento acaricia todo a su paso. Cae la noche acompañada del aullido de perros y coyotes.

Al caminar sobre esa planicie todo se olvida y sólo distrae el paso el encuentro casual con algún réptil, o el hipnótico y taciturno pasar de las nubes.

Pese al peligro de que agroindustria y minería acechan, en este lugar todo es silencio, todo es espíritu. Encuentros y desencuentros y polvo, mucho polvo, frente a sus paisajes en resistencia.