El esfuerzo de Cristina Gallego y Ciro Guerra con Pájaros de verano da una voz más amplia al fenómeno del narcotráfico. Un espectro tan común en la mención de un país como Colombia, que termina por asociarse inmediatamente a las figuras de nombres resonantes como Escobar y Rodríguez Gacha.

Es un tópico que, de alguna forma, termina por limitar la opinión internacional a: “Colombia es un país del que sólo se puede hablar de drogas y narcotráfico”. Una crítica que termina por ser muy pobre cuando el único acento que se destaca es la violencia.

Aquí las historias son de esas que se cuentan entre voces muy bajas. De esas que si no les acercas una cámara, el mundo les hace menos que un espacio en la memoria. Una historia de allá por los setenta, cuando la bonanza de marimba abrió un canal de narcotráfico entre los indios y los gringos, sobre tierras ancestrales Wayúu.

La película nos aproxima de manera muy puntual y respetuosa al conglomerado de la cultura Wayúu sin necesidad de volverse un trabajo documental. Con tomas precisas, una estética de pausas y un gran acento poético, somos testigos de la autoridad, de las reglas, del gran acercamiento de las mujeres con la tradición de la muerte y sus protecciones, y de la gran importancia que tiene la expresión oral, las palabras. Destacando la labor casi sagrada de los “palabreros”.

Aquí la violencia del acto del narcotráfico cae de lleno y se mezcla con las duras tradiciones y enemistades de los clanes de la región. Una “modernidad”, por ponerle un nombre, que mancha y pone en riesgo la cadena de conocimientos que se brindan de generación en generación.

Es una película que invita a la crítica. A la contemplación. Una historia para no ser indiferente y ser testigo de la prontitud con que el caos amenaza la cultura del hombre en su deseo de conseguir poder.