ANFORITA

¿Antiguos o modernos?: Sobre lo bueno y la justicia

Marco Antonio Hernández Aguilar1

Hablar del hombre como ser individual que debe desenvolverse en una sociedad resulta complejo, por la misma naturaleza de éste. La complejidad de esta situación surge cuando el hombre comienza a cuestionarse sobre sí mismo y su actuar, sobre lo bueno, sobre lo mejor para todos los hombres que día con día comparten sus vidas en una sociedad, sobre lo justo, pero: ¿qué es lo justo? He aquí el comienzo de las discrepancias que han dado pie a las distintas posturas filosóficas, a las distintas “soluciones” dadas por ciertos filósofos, antiguos y modernos.

Lo justo puede ir relacionado con lo bueno y lo bueno va de la mano con lo que dicte la justicia, pero ¿la justicia es realmente una respuesta a lo bueno para el hombre? Sería atrevido y poco prudente dar una respuesta desde la perspectiva personal. Primero, habría que analizar ¿qué es lo bueno? Una pregunta que encuentra respuesta en la postura de los filósofos antiguos.

Sócrates parte del lado de la naturaleza humana, del modo de actuar de cada individuo, a través de su misma esencia, el hombre da lo que recibe, eso es la justicia, lo bueno. Podríamos decir que hemos entendido a Sócrates desde el punto de vista de Platón, pues, en sus diálogos, Platón lo pone casi siempre como personaje principal para desglosar alguna de sus inquietudes, para plantear sus preguntas y así llegar a un punto en concreto.

Llegar a lo bueno es primordial para lo obtención del bien social, del bien que deja lo bueno. Cuando se llega a la obtención del bien es donde el papel de la justicia se vuelve una necesidad. La naturaleza del hombre lo va a llevar por una constante evolución, a cambiar de ser un ente individual a un ser social, en un cambio continuo de su contexto que genera esa necesidad de regular lo bueno a través de la justicia, de lo justo.

El hombre como ser imperfecto suele claudicar ante sus pasiones, su eros. Es entonces cuando el hombre en sociedad se ve en la necesidad de regular las acciones de cada individuo que forme parte de la misma. Es necesario legislar, plantear un sistema de recompensas y castigos que lleven a cada integrante de esa sociedad a actuar por el bien, a ser justo.

//El hombre –como ser imperfecto– no puede plantear un modo de justicia que sea inquebrantable, puesto que su necesidad de ciertos bienes lo lleva a la ruptura de lo que se ha legislado como justo.

Es aquí donde encuentra cabida la ley natural, una justificación a la imperfección de las leyes del hombre. La principal arma de los antiguos, su bomba más poderosa.

La ley natural o ley de dios eleva los estándares de lo bueno, de lo justo; hace que el hombre tema el incumplimiento ante su entorno social de aquella ley inquebrantable, de esa que puede condenarlo a ser un ser infeliz. Puesto que el principal objetivo de la ley natural es la trascendencia del hombre, toma distintos matices para su cumplimiento.

Se podría decir que, si la ley natural fuese puesta en práctica como el mejor gobierno, sería la ciudad perfecta propuesta por Platón; aquella donde el filósofo gobierna, la utopía hecha realidad. Pero, seamos sinceros, el hombre nunca aceptará alejarse de su eros, siempre será ese ser egoísta que pretende el bien común sólo cuando lo beneficia en lo personal.

Los antiguos tienen aquí su primer tropiezo: plantear la ley con base en utopías y en la creencia de que el hombre sería capaz de encontrar la felicidad diferenciando el placer y el displacer.

Una parte importante para el incumplimiento de la visión de los antiguos puede ser el azar, ese chispazo ingrato que puede acabar con civilizaciones enteras en un abrir y cerrar de ojos. El azar no puede ser sorteado por los virtuosos, ni caballeros, ni filósofos. El azar es lo que denota el conocimiento.

El conocimiento, la experiencia, lo empírico, lo utópico; los cimientos de la polis de los antiguos. La visión amplia que no les pone un grillete como a los modernos. El conocimiento es el arma en común con la cual se atacan antiguos y modernos: uno más empírico, el otro más científico, pero los dos tan letales que son los que dan un orden jerárquico a las sociedades.

El que más conocimiento posee es el que tiene un derecho casi divino hacia el poder, pues está destinado a ser el guía, el gurú, el jefe, el legislador, el rey, el que gobierne a todos los que estén por debajo de sus conocimientos. Pero, ¿es ésta la verdad o es sólo una ilusión más entre lo conveniente y lo verdadero? ¿Es una mentira necesaria a la que recurren, tanto antiguos como modernos?

Aquí es cuando llega a la defensa de los antiguos San Agustín, con su sociedad civil, con sus leyes con base en los intereses, aceptando que la imperfección del ser humano lo hace un ser egoísta en busca de poder, de carne, un pecador. Acepta la realidad del hombre con miras a dar el primer paso hacia el cumplimiento de la utopía llamada, ciudad de dios. Esa ciudad perfecta, justa, el imperio de la ley natural, donde el bien es lo que impera.

Santo Tomás va a su lado y ataca a los modernos con una bomba de fe, de una bíblica, pues es la que pretende encontrar la razón, a través de la filosofía, de la persuasión, de la conversión. Cuando todo parecía ir encaminado al cumplimiento de la perfección de la mano de este par de antiguos, los modernos sueltan su primer cañonazo... ¡Maquiavelo!

Maquiavelo los enfrenta sin miedo, con su descaro característico: de frente. Va montado sobre un imponente corcel de nombre virtù (virtud). Lleva consigo la bandera de la modernidad, de un nuevo orden, de un nuevo gobierno. Uno que pone como premisa el egoísmo del hombre y su conveniencia como motivo a la obtención de lo bueno. Maquiavelo avanza realista. Su plan no puede fallar.

Tiene su lado conocido llamado “el príncipe”, el cual nos da una guía de cómo debe ser un gobernante, es un instructivo para el gobernante que quiera imponer su visión a sus súbditos. También lleva, bajo la manga, su lado más íntimo, más complejo: los discursos.

Maquiavelo retoma la Roma antigua a través de Tito Livio. Quiere mostrarnos que el régimen factible para un ser tan imperfecto como el hombre es el imperio, uno que haga funcionar para el bien común el egoísmo de los hombres.

Junto a Maquiavelo cabalga Bacon, el guerrero más inteligente y diestro de los modernos, el único que sería capaz de mantener un duelo reñido con el más poderoso de los antiguos: Aristóteles.

Bacon y su dominio de la naturaleza por el hombre, Bacon y su felicidad con base en el progreso, Bacon y la ciencia: Knowledge itself is power.

 La batalla más feroz se daría entre estos dos grandes de cada bando, Aristóteles y Bacon: eficaces formuladores de los alcances del conocimiento humano. Ambos, bajo el conocimiento de la naturaleza, pero con distintos puntos de vista. Los dos con un fin hacia la justicia que nos lleve a la felicidad, uno utópico, otro más realista. Un choque de trenes.

Bacon daría el primer golpe dando una nueva estructura jerárquica: los filósofos, los expertos y el público. Aristóteles respondería con su figura del caballero, con esa elegancia y experiencia política que le daría la ventaja para conectar al gobernante con sus gobernados.

Bacon contraatacaría con la ciencia en su forma más pura: la invención. Es en ella donde el hombre puede comprobar que sus conocimientos son dignos de honores, esos que lo harían trascender y poder aportar al progreso social, a la felicidad de la comunidad.

Ambos conectarían un golpe al utilizar la religión como estabilizador del imperio y, como en final de película, los dos estarían a punto de ganar la batalla. Pero, entre ambos guerreros no podríamos alzar un ganador, ya que son dignos representantes de cada bando.

Aristóteles lucharía con miras a trascender de una manera transpolítica, pues el fin de la justicia es conseguir el bien de felicidad eterna. Bacon sería más terrenal, realista y frío en cuanto a la consecución de su felicidad, con base en el progreso, en lo generado por los inventos. Ambos resultarían ganadores: uno políticamente y otro transpolíticamente.

Somos seres imperfectos y ambos bandos lo saben, somos egoístas. La visión de la felicidad cambia conforme al contexto en que vivamos a nuestra sociedad. La idea de alcanzar la perfección con base en el análisis de nuestros errores o el dominio de la naturaleza nos vuelve aún más imperfectos.

El conocimiento es el ápice de nuestras sociedades imperfectas, desde las más realistas hasta las más utópicas. La doctrina de los modernos es virtualmente triunfadora en un mundo en constante evolución e inquieto, en las distintas sociedades que viven bajo la influencia de la crítica y en búsqueda constante del mejor gobierno, aquel que nos haga felices.

//No podemos olvidar que, aunque sabemos que somos seres egoístas e imperfectos, nuestro fin último es alcanzar la felicidad, algo que es una utopía mayor.

Somos seres humanos, racionales en búsqueda de lo irracional (entre lo razonable y lo racional), los realistas con mira en lo utópico y los prudentes buscando en la imprudencia del conocimiento, la felicidad.

Somos un moderno que quiere llegar al nivel filosófico de un antiguo.

Referencias

Leo Strauss y Joseph Cropsey (compiladores), Historia de la Filosofía Política, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 2014.

Notas

1 Octavo semestre de la licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública. Facultad de Estudios Superiores Acatlán (UNAM). Correo: hdezantonioa1@gmail.com.

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