Todavía lo traes pegajoso –le dijo la hermana Aurora a la novicia luego de haber rozado su brazo derecho y agregó –Ésta sí es pura, no como la que nos trajeron la semana pasada.

–¿Cómo sabe que no está adulterada?

–Obsérvala, está cristalizada –le dijo sosteniendo el frasco, mientras la novicia acercaba su rostro para observar de cerca la miel –pero si quieres comprobarlo, préndele un cerillo a un chorrito de miel. Si se enciende y se quema, es pura.

Cuando la novicia Rebeca se disponía a mojar su brazo en el fregadero, llegó un seminarista para avisarles que los panecillos debían estar lo antes posible, pues un imprevisto cambio en la agenda del obispo había adelantado dos horas la visita que se tenía programada para las seis de la tarde. El seminarista se retiró y en ese momento las dos se dispusieron a prepararlos.

La hermana Aurora cernía la harina cuando se colaron dos moscas en la cocina.

–¡Ah! Qué desgraciadas moscas. Me recuerdan aquel día que fui con mis amigas al cine a ver La Mosca. Aún lo recuerdo… fue una semana antes de iniciar mi noviciado. Yo creo que tú todavía no nacías.

–¿En qué año salió?

–En 1987, lo tengo bien grabado.

–Tiene razón, yo aún no nacía, soy del 98.

Las dos continuaron preparándolos. Estaban terminando el amasado cuando la hermana Aurora salió a darle indicaciones al jardinero. En ese momento, Rebeca sacó de un cajón un jarro de talavera con nuez pulverizada. Presurosa la añadió a la pasta, guardó el jarro y siguió amasando. Unos minutos después llegó la hermana Aurora y reanudaron. Conforme se iban horneando, la cocina se impregnaba de un intenso olor a canela y anís.

Eran las cuatro de la tarde cuando las dos entregaron el encargo. El obispo recién había llegado al seminario.

Dos horas más tarde, la hermana Aurora fue solicitada en la oficina del presbítero. Se le informó que el obispo estuvo a punto de asfixiarse a causa de los panecillos, pues éstos contenían nuez. Recibió un severo regaño, ella y todos los demás sabían que era alérgico a ese fruto seco. No se explicaba cómo ocurrió hasta que recordó que salió unos minutos de la cocina y ahí aprovechó Rebeca. En ese instante, la acusó ante el sacerdote. De inmediato él envió a dos seminaristas a buscarla pero había escapado.

Aunque la Hermana Aurora argumentó que no fue ella quien depositó la nuez, estaba como responsable de cocina y en consecuencia fue comisionada a un seminario al norte del país, quedando lejos de su familia.

Rebeca estaba harta de la hermana Mosca; así le decía en su pensamiento. Frecuentemente, la amenazaba con decirle al presbítero que una noche la había escuchado gimiendo de placer. Para la novicia era traumático que él lo supiera, por ese motivo soportó en más de una ocasión que la hermana Aurora la llevara a una porqueriza ubicada en la orilla de la ciudad. Sabía los días en que el lugar no era vigilado. Se complacía untándole miel en su brazo derecho para que las moscas se pegaran y le recordaran su pecado, mientras Rebeca permanecía inmóvil, con el brazo extendido, observando a los cerdos en el fango.