Desde el inicio de la pandemia, la educación presencial tradicional ha tenido como reto su transformación hacia modelos digitales a distancia, donde los resultados de las alternativas institucionales en materia de educación han derivado en grandes situaciones de estrés académico para los estudiantes y educadores familiares. La realidad social establece que los afectados de mayor gravedad son aquellos que padecen una discapacidad o condición especial que restringe o limita su proceso cognitivo, debido a que la educación especial en nuestro país no se encuentra materializada en una realidad tangible para esta población, a pesar de contar con el reconocimiento de la obligación del Estado, a través de los diversos artículos contenidos en la Ley General de Educación y en el reconocimiento de los derechos humanos en la Constitución, que contemplan la educación inclusiva. Contrariamente a ello, los programas educativos han sometido al educando especial a un sobreesfuerzo individual que ha afectado su salud emocional y mental, llegando incluso a tener repercusiones negativas sobre su condición física.
Con el confinamiento establecido ante la emergencia sanitaria, una gran cantidad de estudiantes con discapacidad perdió la poca inclusión social lograda, misma que representaba un beneficio para el libre desarrollo de la personalidad, ya que tanto el conocimiento como la naturaleza humana requieren de procesos de socialización que permitan generar vínculos de aprendizaje para adquirir habilidades adaptativas, de desenvolvimiento en el entorno, desarrollo del lenguaje y diversas capacidades cognitivas, así como de la mejora de las capacidades motrices con las distintas actividades y tareas, juegos en el aula y entre educandos.
Esta situación tuvo como resultado la pérdida de avances referentes a las condiciones derivadas de algún tipo de discapacidad, lo cual representa una frustración individual que requiere de esfuerzos dobles: de adaptar el entorno y de adaptarse para restablecer sus procesos de rutina, aspecto que en el transcurso de esta pandemia no ha sido considerado en el desarrollo de estrategias educativas, sino que, por el contrario, se han caracterizado por sumir al educando especial en una situación de pérdida de la estabilidad y salud mental.
//Durante la definición de la política educativa que surge tras la restricción de actividades por el COVID-19, la Secretaría de Educación Pública (SEP) permitió observar las debilidades del sistema educativo mexicano, en el que persiste una falta de coordinación e inclusión educativa.
A través de la estrategia “Aprende en casa” se pretendía que la educación pública elemental pudiera seguir implementándose para todos los estudiantes, pero los programas transmitidos se olvidaron de las necesidades especiales de las personas con alguna discapacidad, puesto que no contaban con previsiones de accesibilidad (como el lenguaje de señas o subtítulos, entre otros), así como de una estrategia educativa que permitiera adaptar los ritmos y condiciones de aprendizaje que requiere esta población, a los cuales se le suman las exigencias y grandes cargas de tarea que se solicitaban por parte de los maestros encargados de la evaluación de cada educando.
Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS) 2010, “un 99.4% padece algún tipo de discapacidad mental, 95.3% tiene condición de no poder emitir habla, 89.8% es sordo, el 80.8% se reporta como ciego o solo ve sombras (aún con lentes), 69.2% tiene limitaciones para usar manos y brazos, y 43.7% tiene limitaciones para caminar, moverse y requiere de ayuda” (Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación, 2010, pág. 58), por lo mismo los educadores dentro del hogar requieren de realizar un triple trabajo, en el que deben ayudar en el proceso educativo, en la atención de las necesidades especiales y en su trabajo productivo propio.
Cabe resaltar que las condiciones económicas de esta población son de precariedad, ya que “la medición multidimensional de la pobreza de 2018 realizada por el CONEVAL, establece que el 48.6% de este grupo de población se encontraba en situación de pobreza y el 9.8% en pobreza extrema” (CONEVAL, 2019, pág. 1), por lo que existe un ambiente de tensión ante la presión de adquirir los materiales tecnológicos que permiten la educación de la persona, de cumplir con las actividades y tareas solicitadas, así como de lograr un proceso de aprendizaje rápido y eficiente. Todos estos elementos generan un gran impacto sobre la persona con discapacidad, mismos que pueden llegar a causar distintos tipos de violencias sobre el individuo, ya que
las personas con discapacidades psicosociales están expuestas a un riesgo mayor de violencia, a menudo debido a las dificultades interpersonales que pueden tener con otros. La dependencia con los asistentes para las personas que requieren un alto nivel de apoyo, así como también las dificultades en la comunicación y los altos niveles de aislamiento social, son también factores de riesgo (Human Rights Watch, 2020, pág. s/r).
Así, estas situaciones, causadas por la adaptación al modelo educativo público y sus consecuencias al interior de los hogares, resultan en padecimientos de estrés educativo2. Se considera que este estado mental es una respuesta ante las exigencias de la situación, a causa de las presiones familiares, individuales y de los profesionales educativos por conseguir una adaptación y seguimiento al proceso de educación, del restablecimiento de una rutina que no se adecua a las condiciones particulares de ritmo del educando y de la “culpa” o exigencia que recae en la persona con discapacidad para disminuir las tensiones, violencias, malos tratos o situaciones de conflicto que surgen de manera interna, personal o en la familia.
En consecuencia, estos hechos sólo demuestran que la educación implementada resulta inadecuada y excluyente, volviéndose incluso causal de situaciones negativas sobre los educandos especiales, siendo menester resaltar que parte de las previsiones acerca de las consecuencias de esta pandemia a nivel mundial son referentes a la crisis de salud mental que ha causado la sobreexigencia, el cambio drástico de la vida cotidiana y de la necesidad de supervivencia.
Debido a esto, el Estado mexicano ha sido negligente y causante de una crisis de salud mental en parte de la población con discapacidad, al no considerar las condiciones especiales que requiere esta población, pues el hecho de reconocer una emergencia sanitaria no implica únicamente evitar contagios, sino percibir el derecho a la salud bajo un enfoque transversal e inclusivo, donde los derechos humanos son interdependientes entre sí, por lo que la afectación de uno puede derivar en el inacceso de otro. En este sentido, la falta de mecanismos de educación especial han derivado en un deterioro de la garantía del derecho a la educación, causando daños a la salud de aquellas personas que siguen invisibles al sistema y para quienes las consecuencias pueden ser mucho más severas, principalmente cuando no existe una discusión y mucho menos estrategias de solución en el tema.