Desperté a las cinco de la mañana a cumplir la rutina de cada día, que consiste, básicamente, en levantarme, ducharme y posteriormente vestirme con aquella bata, camisa y pantalón blancos cuidadosamente planchados. En la universidad había doctores que nos decían que un blanco impecable ayudaba al paciente a sentir tranquilidad al llegar a su consulta o al ingresar al hospital, por ello, era importante ir presentables. Mis hermanas aún dormían; pronto despertarían para también iniciar su rutina: “Ya me voy, regreso mañana, tengo guardia”; “Ya me voy, nos vemos en la tarde”; eran las frases comunes con las que daba comienzo a un día más de la residencia.
Llegar al hospital era una odisea, típica de lo que representa vivir en la Ciudad de México: el tráfico de locos; la gente apurada por llegar a sus trabajos; los vendedores de desayunos que puntualmente atienden una larga fila de clientes en espera de consumir algo antes de iniciar su jornada; los estudiantes con prisa por llegar a las siete en punto a clases; el metro y metrobus llenos; en fin, la clara señal de que un día nuevo esperaba y que, así como llegaba, se iba. Al llegar siempre saludaba a aquellos que conocía y a aquellos que eventualmente se cruzaban en mi camino, era lo común antes de llegar a la sala de urgencias, la cual siempre nos ha dado historias que contar, demostrándonos que aquella frase “yo ya vi de todo” aquí definitivamente no aplica, y en los últimos meses nos lo sigue demostrando.
Este año se presentaba como uno normal, sin nada fuera de lo común; sin embargo, en los noticieros se daba cobertura a un virus que estaba encendiendo las alarmas mundiales, el COVID-19, que se expandía rápidamente en Europa y provenía de una ciudad de China. Se trataba de una nueva cepa de coronavirus con un alto nivel de contagio, la cual evolucionaba rápidamente y suponía la muerte de poblaciones específicas. Ese día la Organización Mundial de la Salud anunció que el nuevo coronavirus era una emergencia internacional y urgía a los demás países a prepararse, ya que era cuestión de semanas para que éste llegase a sus territorios. Desde luego, las respuestas fueron variadas, el gobierno llamaba a la población a estar atenta a comunicados oficiales, mientras que la población se dividía entre quienes sentían temor y quienes se sentían incrédulos, subestimando la situación.
En nuestro sector no hubo cabida a posicionamientos respecto a la nueva emergencia, para nosotros la orden estaba implícita y clara: debíamos estar preparados para los posibles escenarios en el país, pues seríamos la primera línea de defensa frente al nuevo virus.
El día que temíamos llegó, el 27 de febrero se anunció un primer ingreso confirmado de COVID-19, aquí mismo, en la ciudad; de inmediato supimos que sólo era cuestión de días para que se nos presentaran casos en la unidad hospitalaria. El 21 de marzo tuvimos un ingreso a urgencias, era un paciente al cual atendimos como a cualquier otro, fui a casa a comer, regresé y nos hicieron un anuncio que nos heló la sangre: “El ingreso de tal hora es un paciente sospechoso de COVID”.
Traté de mantener una actitud serena y no alarmarme, sin embargo, una preocupación llegaba a mí: mis hermanas viven aquí en la ciudad conmigo, ¿y si en su trayecto se contagian?, ¿y si me contagio y termino contagiándolas?; sospecho que la preocupación la compartí con todos mis compañeros. Inmediatamente nos aislamos, por fortuna, la sospecha no se confirmó positiva, pero no había que bajar la guardia, ese era nuestro primer anuncio de lo que se venía.
A los dos días el gobierno anunció el inicio de la Jornada Nacional de Sana Distancia, una iniciativa que buscaba educar a la población sobre el nuevo virus y las medidas de precaución que debían tomar.
//Después de eso mi rutina cambió radicalmente: el tráfico disminuyó, lo cual en otras circunstancias habría agradecido; ya no veía a los vendedores de desayunos ni las largas filas de trabajadores esperando consumir algo antes de partir; los estudiantes apresurados por llegar a las siete ya no estaban; y el metro y metrobus no se veían llenos.
Lo único que parecía seguir igual era mi llegada al hospital, solamente que ahora el miedo y vacío nos invadían; sabíamos que todo había cambiado, que ya nada volvería a ser igual.
Esta jornada de prevención implicó para nosotros distanciarnos de nuestras familias por un tiempo indefinido, por ello llevé a mis hermanas a nuestro lugar natal. Mi mamá, primos y sobrinos estaban contentos de verme, yo no pude evitar sentir nostalgia, sabía que debía regresar a la ciudad y que no tenía la certeza de volver a verlos pronto; me limité a pedirles que se cuidaran, pues era real la situación y los pacientes sufrían mucho. Llegó el día de despedirse, nos dimos un abrazo, no imaginé que ese abrazo sería el que más apreciaría y extrañaría durante meses, pero a su vez, me reconfortaría un poco en los días de batalla.
Mi vestimenta también cambió: pasé de los uniformes cuidadosamente planchados a portar casi siempre mi pijama quirúrgica con un equipo de protección personal encima, mismo que conseguimos con nuestros medios, pues el sistema de salud es limitado. Éste era muy incómodo, pero había que portarlo. Sus estragos se sentían al finalizar el día: el rostro hinchado y lastimado eran la fiel prueba de lo que vivíamos ahora como médicos. Una de mis sobrinas me decía que parecía un astronauta, quizá sí era una especie de astronauta terrenal que exploraba un territorio desconocido y altamente peligroso.
Han pasado ya cinco meses desde que la vida como la conocíamos cambió; poco a poco la gente está volviendo a salir, su nuevo sello distintivo son los cubrebocas que algunos portan. En apariencia, el caos es el de siempre; sin embargo, en el hospital pesan las ausencias de algunos directores, compañeros, personal administrativo y de limpieza que han caído en la batalla. En ocasiones, el ambiente es de suma tristeza, pero sabemos que cada día es uno menos para poder contar que salimos vencedores, para volver a ver a todos, para abrazarlos y para seguir siendo humanos.
Notas
1 Estudiante de octavo semestre de la licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública, en FES Acatlán, UNAM. Correo: sarbandmtz96@gmail.com.