Y un día sin más, y de súbito, se reconocen en el cuerpo las huellas diáfanas de pasos que cayeron con el tonelaje de lo cotidiano y se es más o menos consciente de que difícilmente se quiere o se puede negociar con lo que uno desea para su propia casa, porque hubo un periodo sin remedio en el que uno se acostumbró [o padeció] la decoración de La Casa: las almidonadas carpetas tejidas por la abuela; los servilleteros hurtados en fiestas de quince años y bodas; algunas manzanas o peras de cerámica o en un cuadro hecho con tres rectángulos separados dos centímetros uno de otro, y varias fotos familiares que retrataban lo que bien merecía ser juzgado como el pésimo gusto de toda la familia. Las aspiraciones más ambiciosas del adolescente que fuimos eran escoger el color de los muros o realizar algún dibujo en alguna de las paredes de la recamara propia, o colgar un poster, con el riesgo, claro, de que fuera reprobado por el gusto de los padres. En ocasiones un poco más afortunadas, también se podía elegir el diseño de los muebles de la recamara, incluida la puerta y el color y material de las cortinas, sábanas y cobijas. La recámara, pues, fue durante varios años el único sitio que habló de uno con cierta porción de autenticidad, enunciando más o menos a medias lo que uno presumía o deseaba ser, pues del otro lado de ese límite geométrico y flaco llamado puerta todo decía otra cosa, o tantas, que considerar todo aquello como una extensión propia resultaba, además de inverosímil, ofensivo.
Años después, uno salió amablemente del hogar o fue arrojado de éste con la misma fuerza que un escupitajo infecto. Una vez fuera, comenzó a trazar una vereda más o menos propia, aunque la decoración del nuevo camino era igualmente ajena con el sofá o mesa de centro o refrigerador que los familiares amablemente donaron para amueblar el cuarto-departamento. Y, pese a que uno se empeñó en rediseñar los muebles y accesorios que recibió, modificando su color y quizá hasta su tamaño para usarlos como el amasijo con el cual ornamentar los muros y el suelo de la nueva e “independiente” casa, no faltó algún comentario que se clavó frío como una navaja artera, porque la cama es la misma que la que tenías en tu cuarto, ¿verdad? La que te compraron tus padres. Y entonces uno alegó con rapidez, como si esgrimiera la aguja con la que pretendía suturar la herida, que no, bueno sí, pero corté un poco las patas y la pinté de gris, ¡mira! Pero de la herida escurrió algo como dignidad cuando el comentario-navaja arremetió de nuevo con un ajá, sí, pero es la misma base y es el mismo colchón, ¿no?
//La casa y los objetos que la decoran lo retratan a uno no importando si es prestada, rentada o propia. Hablan de nosotros no de manera inmediata y obvia como lo hacen la apariencia de un traje bien aliñado, una camisa planchada a detalle o un par de tacones sin un solo raspón, sino de forma lenta y discreta.
La decoración de la casa tiene alcances a mediano y largo plazo; son objetos, muebles y chunches que permanecerán en su sitio por un tiempo más o menos prolongado. Son muebles y objetos que, más tarde o más temprano, convivirán con el polvo y las pelusas; serán apenas movidos de su lugar los días de limpieza y su presencia se volverá tan cotidiana que dificilmente volveremos a mirarlos con entusiasmo como en los primeros días. La pertinencia o atino de su acomodo podrá evaluarse en el nivel de confort que experimenten las visitas.
No se trata de orden pulcro y muebles nuevos y fotografías y grabados adquiridos en una galería. Se puede optar por el caos y asumirse coleccionador de donaciones, pero es una situación distinta cuando aquello arriba por la ruta de la elección, porque después de varios años por fin hay remedio y ya no es necesario ceder ante obsequios que deseen arrebatarnos nuestra autonomía a la hora de la aparente tarea pueril de decorar. La posibilidad de negociar la decoración con donaciones no solicitadas es cada vez más diminuta porque no importa si se tiene buen o mal gusto o si la decoración es, o no, prioritaria, incluso un cuarto de azotea que parece a todas luces desangelado ostentará la rúbrica de quien lo habita. Una maceta que se aferra a un clavo podría considerarse como el primer paso hacia la escisión de La Casa, meses después quizá se sume un mueble que parece adherirse a una pared para hacerla cambiar de forma e incluso de tamaño y, posteriormente, tal vez una repisa que, ayudada por taquetes y tornillos, desafiará con irreverencia a la gravedad sosteniendo sobre sí el peso de una artesanía barata o el de tres o cuatro libros.
La posibilidad de negociación es cada vez más diminuta ante lo que parece un tema superfluo como la decoración de la casa, porque el tiempo que uno puede disfrutar de ello es, digamos, estrecho. Cuando niño, a uno le importa poco si la casa es naranja o si el sagrado corazón de Jesús pende encima de la cabecera. En la adolescencia todo parece desafinar con uno y un poco más tarde, cuando los sinsentidos comienzan a poblarse de entendimiento, uno comienza a darle importancia lo mismo a los detalles que a la idea de salir de La Casa. Una vez “independiente” [fuera de La Casa], ocurre que la familia sigue estando detrás –en alguna proporción– de la alimentación y la decoración. Pasarán algunos meses o años para que uno invierta en su primer mueble, maceta, cuadro o vajilla; así inicia la vida sin negociación, la vida donde las pertenencias propias le irán ganando terreno a los objetos o muebles que uno aceptó porque no había más remedio. Años más tarde habrán dos personas donde inició una y la posibilidad de negociación será obligatoria para ambas, quizá un lustro después se sumen un tercero y un cuarto integrante al departamento que comienza a parecer La Casa, y entonces la nueva familia no tendrá posibilidad de negarse a tapizar el refrigerador, o alguno de los muros, con los dibujos de los críos y, al paso del tiempo, la familia habrá de aceptar las carpetas almidonadas tejidas por la abuela; los servilleteros hurtados en fiestas de quince años y bodas; algunas manzanas o peras de cerámica o en un cuadro hecho con tres rectángulos separados dos centímetros uno de otro, y varias fotos familiares que retratarán lo que bien merecería ser juzgado, por alguno de los críos, como el pésimo gusto de toda su familia.
1 Maestro en Salud Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México, Correo: tzinacatl@hotmail.com.
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