TEATRO

Viqueira, el obsceno

Patricia Guajardo1

Para hablar del trabajo de Richard Viqueira tengo que ser autorreferencial.

Estoy sentada junto con otras 39 personas formando un círculo. Para comenzar, un grupo de hombres y mujeres desnudos corren de un lado a otro entre nosotros; nos gritan, nos sujetan, nos jalan. Alguien me toma por los hombros y me sacude, me dice algo que no puedo recordar porque en ese momento hago un esfuerzo por mantener el contacto visual mientras de reojo miro las muy evidentes señales del paso del tiempo en todos esos cuerpos.

La primera vez que tuve contacto con una obra de Richard Viqueira fue en 2015. Después de más de dos décadas, Aguascalientes volvía a ser la sede de la Muestra Nacional de Teatro, una oportunidad inmejorable para apreciar lo mejor de las artes escénicas en nuestro país. Tenía entradas para tres obras con modelos de producción completamente distintos y, reconozco, no tenía la menor idea de lo que iba a pasar en Psico/embutidos: carnicería escénica, prueba de ello es que tuve que transitar con falda y tacones entre escaleras, resbaladillas y toboganes infantiles para llegar a distintas tarimas.

Un sonido de alarma se lleva a los personajes y cada uno toma su lugar en la gran estructura de andamios que se encuentra a unos metros, se vuelven hacia nosotros y, perfectamente sincronizados, realizan una rutina similar a una porra en la que brincan y palmean con fuerza distintas partes de su cuerpo. Entonces los veo, deduzco que son entre 15 y 20 actores y que sus edades oscilan entre 20 y 60 años.

Uno a uno, los asistentes son conducidos a la estructura –que, calculo, probablemente mide más de 6 metros de altura– y entiendo rápidamente la mecánica; lo que sigue es penetrar a ese universo para interactuar en un pequeñísimo escenario con un personaje por unos minutos hasta que suene nuevamente la alarma, entonces los asistentes tendremos que subir por una escalera o deslizarnos a otra tarima para hablar con el que sigue. Y ahí estoy, frente a una mujer desnuda que se me acerca y comienza a hablarme de longanizas y otros embutidos con la misma naturalidad con la que mi estilista recorta la vida de los demás mientras se distrae con mi cabello. “Soy actor porno”, me dice otro, y me invita a que le dé una nalgada; no sé si a todos los participantes les pida lo mismo, pero me insiste porque creo que está convencido que no me atreveré, pero ¿qué más da?, después de todo llevo más de media hora manteniendo conversaciones delirantes mientras veo senos, barrigas abultadas, cicatrices, penes, lunares, cuerpos altos, cuerpos bajos, pieles arrugadas y pieles tersas… No ha habido nada erótico en todo esto, así que le pego con fuerza y me paso a la siguiente estación. Sigo avanzando, cada personaje me hace preguntas personales y trato de evadirlo al mismo tiempo que le sigo la corriente. Más adelante un hombre me coloca pequeños artefactos frente a los ojos y me dice que tiene la clave para viajar en el tiempo, me da un reloj que tendré que devolverle muchos años después, me lo llevo.

Me he sentido obligada a convertirme en actriz y representar un papel para no involucrarme emocionalmente, obviamente, estoy forzada a ello, tengo que interactuar para que algo suceda o no tendría sentido estar ahí. Eso es algo que el arte nos permite: controlar. Y no sólo eso, sino provocar, amplificar o incluso anular arbitrariamente diversas emociones y limitarlas a espacios y tiempos determinados, pero esto es diferente, es más invasivo.

En cada escena hay una situación excéntrica en la que se cuenta una historia individual, hay drama, alegría, demencia, enajenación e intimidad, también hay contacto físico. En todo este tiempo han estado empujando de una forma u otra mis límites ideológicos, emocionales y sicológicos.

Al final lo lograron, estoy frente a una mujer que seguramente tiene más de 70 años, está destrozada, llora y se le ha corrido todo el maquillaje. En el lugar donde debería estar su seno izquierdo se encuentra una enorme cicatriz, me ruega una y otra vez entre lágrimas que la mire. ¿Estoy frente a una representación del dolor o ante el dolor? Me quiebro. Finalmente me atravesaron.

Tengo que desplazarme a gatas por un túnel largo, estrecho y completamente oscuro, intuyo que esto es la salida de lo que bien pudo haber sido una metáfora del mundo, de una fábrica de embutidos o de nuestro propio aparato digestivo. Salgo de rodillas a la calle, sola, desconcertada, con las medias rotas y sintiéndome como mierda. Miro el reloj, han pasado más de dos horas, alguien se acerca y me dice que pase a recoger mi bolsa y todo lo que me quitaron antes de entrar a la función. Vuelvo sola y confundida a casa.


TEATRO CHIDO

Psico/embutidos: carnicería escénica. Fotografía de: 36MNT; Conaculta, INBA, ICA; 2015, Centro Cultural Los Arquitos.


Pasaron tres años. Me entero que nuevamente viene Viqueira a Aguascalientes y que en el Teatro Morelos presentará Bozal; sin dudarlo compro los boletos porque sé que eso será cualquier cosa excepto convencional. Nuevamente seremos pocos espectadores para el montaje y lo único que sé es que se trata de una obra de ciencia ficción y que seremos suspendidos en el aire, no investigo más.

Tercera llamada. Ahora estoy a unos cinco metros del piso; me han colocado un arnés y un casco y estoy sentada en una silla voladora esperando que se muevan un astronauta y un hombre aparentemente desnudo. Soy, como el resto del público, parte de la escenografía.

La obra comienza con los dos personajes luchando, están suspendidos en el aire con cables y arneses; los enmarca el perímetro de un octágono cuya línea tiene unos 40 o 50 cm de ancho, dato importante porque durante la mayoría del tiempo ellos se desplazarán por esa delgada estructura a unos metros del piso tratando de guardar el equilibrio para representar su papel. Nuestras sillas voladoras –que están alrededor– suben o bajan en determinados momentos, así que podemos ver las escenas desde arriba, al mismo nivel o por debajo. Estamos todos en el espacio.

El piloto y el comandante viajan a la Luna y, por alguna razón que aún no desciframos, ha habido una complicación en el espacio. Están solos, desesperados, sin posibilidad de conseguir ayuda, temiéndose y confrontándose física y psicológicamente; temiendo que el otro les arrebate la vida.


TEATRO CHIDO 2

Bozal. Fotografía de: Eduardo Gaitán; 2018, Teatro Morelos.


Esta vez fui acompañada. Conversamos después de la función mientras caminamos por el Patio de las Jacarandas y la plaza principal. “Si vestimos al actor que está desnudo, si quitamos los elementos cinematográficos, la producción, las sillas voladoras, el casco que te colocan… ¿se sostiene?... Vamos más lejos; si nos quedamos sólo con el guion y nos sentamos en butacas tradicionales, ¿te convence?”

La respuesta es sí. Celebramos la imaginación, que alguien se atreva a hacer ciencia ficción y que encuentre la manera de bajarnos el espacio exterior al teatro.

No dudo que haya gente, incluso del gremio artístico, que descalifique este tipo de teatro llamándolo efectista, obsceno o pornográfico; de hecho lo es, es todo eso si hacemos una inadecuada mezcla de criterios artísticos y morales para evaluarlo.

// Pero no estamos ante una provocación poco ética. Viqueira es despiadado con sus personajes; descuartiza a sus actores en el escenario y nos lanza los pedazos para poner a prueba constantemente nuestra resistencia.

Pienso que, además de buscar consuelo ante necesidades espirituales insatisfechas, los amantes del arte también deseamos, en el fondo, ser sorprendidos como cuando éramos niños. Viqueira nos engaña con argumentos inteligentes e imágenes poéticas, nos arrebata el control que creíamos tener sobre las creaciones artísticas para desnudar nuestra propia brutalidad. Puede ser perturbador, pero vale la pena.

 “Prohibido no volar”, decía el cartel de Bozal.

Notas

1 Patricia Guajardo es Maestra en Estudios Humanísticos. Editora, coordinadora editorial y correctora de más de sesenta libros impresos, electrónicos y en formato braille. 

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