LA ANFORITA

La misma piedra

Francisco Donlucas1

T ropecé de nuevo y con la misma piedra, se oye de fondo. Miro al cielo y descubro un nimbo no gris, prieto. Precavido como dos, camino hasta cubrirme debajo de una marquesina. De súbito, comienza a llover no poco, más bien algo cercano, digamos, a cántaros. Convenientemente para mí, una mujer flaca y con cara de loca se detiene debajo de mi marquesina: mía porque yo llegué primero y mía porque me gusta, la mujer, más que la marquesina. Ella hurga en las entrañas de su bolso. Se enfada. Recuerda que su única sombrilla sigue en casa de su ex con el cual terminó el año pasado, cerca de la temporada de lluvias. Sus pies se empapan. Su cintura comienza a humedecerse y yo también… abro mi mochila y extraigo, con éxito, un paraguas. Lo extiendo tanto como me gustaría ampliar mis intenciones. No sabría cuál, pero alguna expresión en mi rostro la invita a protegerse de la lluvia. El nimbo está de mi lado y deja caer su contenido líquido con más furia, ocasionando que el costado de la mujer –ahora con el cabello húmedo– se una al mío. No pensé que fuera a llover así –dice–. ¡Esas nubes están muy negras! ¿Nubes?, ¿más de una? Miro al cielo y sí, en efecto, hay dos, casi tres. El nimbo ha desaparecido.

Tropecé de nuevo y con el mismo pie, concluye, “con la misma piedra”, en voz de Alicia Villareal. El nimbo está fragmentado y de un color distinto al que percibí minutos antes. Le explico, no a Alicia Villareal, sino a la mujer flaca y con cara de loca, que no son nubes o que, al menos, no lo eran hace unos minutos. Le digo que esas “nubes” eran una y la misma cosa, y que calificarlas como negras es un desatino, pues cuando recién iniciaba la canción del grupo Límite sí que estaban negras. Me mira incrédula. Sonríe. Sonrío. Caigo en cuenta de que ninguna explicación mía podrá hacer que la mujer bajo mi marquesina y mi paraguas deje de ver más de una nube.

Como suceso lógico, después de estar bajo mi paraguas, la mujer flaca y con cara de loca estuvo bajo mis sábanas y ahora está bajo mi techo. Loca, como su cara lo denunció desde el principio, optó por modificar la decoración de mi departamento. Inició con el color de los muros, después cambió algunos muebles de sitio y hace unas semanas partió una silla por la mitad. ¿Qué te parece? Hermosa, dije yo sin mirar lo que había hecho con la silla. No me mires a mí, me reprendió y me entregó una de las mitades. ¿Qué es?

Claro, me preguntó a mí, pero lo cierto es que ante una circunstancia similar, la mayoría respondería que era la parte de una silla, la mitad o un fragmento de un objeto que parece incompleto. Algo que corresponde al nombre, pero que no lo alcanza por completo porque dista un poco, o un mucho, de la imagen mental que lo representaría. También es cierto que muchos tal vez se enfadarían y después de dar sus respuesta agregarían un ultimátum. Pero yo no, y por esa razón días después me despertó el ruido de la sierra de mano. ¿Qué te parece? Observé lo que había hecho con una segunda silla. Esta vez no era un corte simétrico: rebanó el respaldo. Igualmente me entregó una de las partes. ¿Qué es? Un banco, respondí. ¿Y esta otra? ¿Una repisa? ¿Una tabla para cortar verduras?, titubeé.

Hace tres días me dijo que le presentarían a una persona para valorar un nuevo proyecto. No me pregunten de qué. A estas alturas no sé en qué trabaja ni a qué se dedica ni dónde nació ni… El punto es que ayer regresó muy afectada: no dejaba de hablar de la persona que recién le habían presentado. Estaba desencajada. ¿Por qué?, pregunté yo. Es que no tenía… y el recuerdo la hizo callar. ¿No tenía qué? Pues no tenía… ¿Un brazo?, quise completar la oración. No, no es eso. ¿Entonces una pierna? No, tampoco es eso. ¿Una pierna y un brazo? ¿Ambos brazos? ¿Ambos brazos y una pierna? Por favor, mujer, ¡habla ya! Sí, eso –me dijo casi entre lágrimas– sólo tenía una pierna. No lo hubiera imaginado, me dijo mi mejor amigo cuando le conté parte de esta historia. A ti sólo te gustan flacas y con cara de locas: tropiezas siempre con la misma piedra. Y qué bueno que lo dijo porque casi olvido por qué traje a cuento la canción “Con la misma piedra” del grupo Límite.

Evidentemente, nada de lo que acabo de narrar ocurrió, pero puede ocurrir, sobre todo lo de nombrar a una cosa de la misma forma aunque haya modificado su figura de manera sustancial. Desde luego que no sucede con todas las cosas. Las discusiones sobre qué del objeto lo hace acreedor al nombre han ocupado a lingüistas por varios años; pero acá el tema es otro. Es cómo algunas cosas mantienen, por llamarlas de alguna manera, sus propiedades semánticas y pese a la modificación de sí mismas conservan su nombre y cómo otras lo pierden o lo cambian. Nadie obtiene vasitos al dejar caer un vaso de vidrio ni un par de gafas al partir unas por la mitad. Pero se tendrá una piedra cada vez que ésta se parta sin importar la simetría o el tamaño. Una piedra dividida en siete da como resultado siete piedras. Una planta –siempre y cuando no muera–, tampoco pierde el nombre así ésta pierda varias de sus ramas o todas sus flores, y lo mismo ocurre con una persona, pues seguirá siendo persona así le falten todos los dientes o alguna de sus extremidades. Quizá por ello las personas serán siempre piedras –sin agraviar a ninguna feminista o a algún masculinista, pues cualquiera de los dos podría argumentar que concebir como piedras a una mujer o a un hombre o a ambos, sería cosificarlos reduciéndolos a objetos–, porque por supuesto que son (somos) objeto del conocimiento de otro, y si no me creen a mí ni a ningún epistemólogo, pregúntenle a Schopenhauer y les dirá que “Ser sujeto para el objeto y ser nuestra representación, es lo mismo. Todas nuestras representaciones son objeto del sujeto, y todos los objetos del sujeto son nuestras representaciones”.

La cosa –no me refiero a la piedra ni a la persona, sino al tema– es que nadie tropieza con la misma piedra, aunque ciertamente sí tropieza con una extensión o una porción de ella: con una hija mayor o menor, pero no necesariamente es la misma. Tropezar con la misma piedra parece, pues, un pequeño desatino toda vez que sin importar cuántas veces se fragmente mantendrá su nombre. De esta manera, Alicia Villareal y su desaparecida agrupación y sus fans y el que escribe y seguramente varios de los que leen, encontramos una justificación idónea para decir que todas las personas son iguales, aunque muten su forma: cambiando de color, de tamaño, de peso; aunque extravíen sus entusiasmos mientras suman otros que les eran desconocidos; contemplen su sonrisa desdentada; sean testigos de los surcos que araron los años, y de los entumecimientos que heredaron de una o varias enfermedades. Similar a las piedras, que sin importar cuánto cambien su aspecto, seguirán siendo, según nosotros, las mismas piedras.

Notas

1 Maestro en Salud Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México.

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