C hicas muertas, crónica de la escritora Selva Almada (Entre Ríos, 1973) publicada en 2014, aborda los casos de tres adolescentes –Andrea, María Luisa y Sara–, asesinadas en los años ochenta en una provincia del interior de Argentina, que aún permanecen sin resolverse. A lo largo del libro, la autora se obsesionará con encontrar respuestas y explicará cómo las mujeres han sido objeto de misoginia, abusos y una violencia que se ha normalizado en niveles alarmantes. Almada trata de reconstruir las historias de estas mujeres y realiza una investigación exhaustiva para intentar llegar a la verdad.Así, en Chicas muertas hay una toma de postura de la narradora que no es tibia ni permanece ajena, realmente se involucra y quiere nombrar a las víctimas para que no sean una cifra más.
La historia se sitúa en la posdictadura argentina. Comienza en 1986 cuando Almada tiene 13 años y se enfrenta a un anuncio en la radio local: una chica de un pueblo cercano había sido asesinada en su casa mientras dormía. Esa noticia se quedó en su memoria como el primer contacto con un feminicidio.
Tres adolescentes de provincia asesinadas en los años ochenta, tres muertes impunes ocurridas cuando todavía, en Argentina, desconocíamos el término feminicidio […]. No sabía que a una mujer podían matarla por el sólo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte de la mujer, pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio.2 (p. 18)
Con ese precedente, la protagonista investiga tres casos: Andrea Danne, 19 años, asesinada en 1986 de una puñalada en el corazón mientras dormía; María Luisa Quevedo, 15 años, había estado desaparecida por unos días y, finalmente, su cuerpo violado y estrangulado apareció en un baldío en 1983; y Sarita Mundín, 20 años, desapareció 9 meses hasta que sus restos fueron hallados a orillas del río Ctalamochita en la provincia de Córdoba en 1988. La autora se interesa por estas chicas porque eran casos sin resolver, no podía creer que nadie hubiera sido procesado por estos asesinatos. Para ella, este hecho confirma que las mujeres son consideradas desechables, que no valen nada y que se puede hacer con sus cuerpos lo que se desee. El tono del libro es desolador, ellas no son las únicas. Hay y habrá otras mujeres asesinadas porque la sociedad se comporta así, porque está totalmente arraigado el machismo. En este sentido, los lugares donde se cometen los crímenes merecen atención. No es lo mismo estar en Buenos Aires que en el interior, rural, sórdido, alejado, con una sociedad ferozmente machista que deja a las mujeres en la más absoluta vulnerabilidad.
//La narradora señala que aunque durante su infancia no se hablaba de violencia de género, ésta se encontraba en todas partes. Estaba normalizada en la vida cotidiana de la sociedad en la que se desenvolvía,
por eso escuchaba tantas historias de mujeres golpeadas, maltratadas, presionadas económicamente, amenazadas con difundir su vida privada, con exponer públicamente su intimidad y violadas por sus propios esposos. Eso es algo que ella, de adolescente, no podía comprender:
¿Cómo podía ser que el marido la violara? Los violadores siempre eran hombres desconocidos que agarraban a una mujer y se la llevaban a algún descampado o que entraban a su casa forzando una puerta. Desde chicas nos enseñaban que no debíamos hablar con extraños […]. Nunca nos dijeron que podía violarte tu marido, tu papá, tu hermano, tu primo, tu vecino, tu abuelo, tu maestro. Un varón en el que depositaras toda tu confianza. (pp. 54-55)
Eso es justamente la violencia de género. Las cifras no mienten, la mayoría de los feminicidios son cometidos por algún familiar o amigo de la víctima. Chicas muertas es una crónica dura sobre el asesinato de varias mujeres sólo por el hecho de ser mujeres. Hay más preguntas que respuestas, pero Selva Almada hizo un gran esfuerzo por darles nombres a tres de ellas. En el libro hay un desfile de hombres machistas, posesivos, violentos, que sienten que pueden acosar, que pueden espiar a las chicas como si se tratara de una broma, que pueden cuestionar su vida sexual, exponer su intimidad sin consenso. Y, sobre todo, hay mujeres muertas, cuerpos que no aparecen, que pudieron ser secuestrados, vendidos a tratantes de blancas o a prostíbulos.
//El título no deja lugar a dudas ni a metáforas, es directo, contundente. La autora no disimula sus intenciones, tampoco se guarda los detalles. La violencia está por todo el texto,
por ejemplo, en las imágenes de cómo encuentran los cuerpos. El lector no puede ver las fotografías de estas mujeres que la narradora encuentra, pero utiliza la écfrasis para intentar visualizarlas. Los cadáveres de estas chicas le recuerdan al personaje de Shakesperare, Ofelia, que yace muerta en una célebre pintura de John Mills.
Ophelia, John Everett Millais (1851-52), Tate Britain.
En un punto de la historia, la protagonista, desesperada ante la falta de respuestas, recurre a una vidente para que la ayude a resolver los casos. Ella le da una misión que parece cumplirse con este libro: “Juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir” (p. 50). En lo que concierne a la violencia de género, el camino es todavía muy largo para erradicarla, pero obras literarias como Chicas muertas son un gran paso para la reflexión y visibilización de este problema.
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