Por fin habíamos terminado de rezar el rosario. Mi abuelo siempre nos reunía en el patio de su casa poco antes del anochecer para agradecer a Dios por un día más de vida. Decía que cada rosario era un escalón al cielo. Mis tíos y primos nos levantamos, metimos las sillas en el cuarto y ellos se despidieron. Cuando todos se marcharon a sus casas, mi abuelo me pidió que nos sentáramos en la cerca de piedras, tomé sus manos y le ayudé a subir. Se puso a observar el cielo sin decir nada. Luego me dijo que no sabía el día y la hora, pero que en 1970 sucedería algo inesperado en el rancho donde vivíamos y que yo debía estar preparado porque él sentía que la muerte lo acechaba. Insistió mucho en que debía buscar una mazorca madura con granos color plata en la cosecha de ese año, y cuando se llegara el momento debía desgranarla en su olotera. Me dejó intrigado, pero no quiso dar más detalles y me pidió que a nadie se lo contara. En seis años se cumpliría ese presagio.
Nueve meses después mi abuelo murió. Habían pasado cuatro años desde que mis padres se fueron al norte a trabajar de braceros y me dejaron al cuidado de mi abuelo. Cada año enviaban una carta diciendo que pronto volverían, pero sólo eran palabras, había perdido la esperanza de volverlos a ver. Tenía 13 años y tuve que continuar con mi vida. En ocasiones me visitaban mis tíos, pero la mayor parte del tiempo estaba solo. Extrañaba ver a mi abuelo recorriendo con sus dedos las cuentas del rosario.
En los siguientes años me dediqué a la crianza de borregos y a sembrar maíz.
Se llegó el tiempo de la cosecha y tal como lo predijo mi abuelo, nació una mazorca con granos color plata. ¡Nunca había visto otra igual! No debía guardarla en cualquier lugar. Después de estarlo pensando, la oculté en un metate hueco.
Tres meses después hubo una epidemia de tosferina en el rancho. Las primeras víctimas fueron cuatro niñas; sus padres no las sepultaron hasta que viniera el sacerdote, quien venía una vez al mes a celebrar misa.
El día del entierro llegó el sacerdote puntual a su cita. En el rancho era una tradición sepultar a los muertos en la noche. Toda la gente estaba reunida en la orilla del río para comenzar el largo recorrido hasta el panteón. Los cuatro féretros eran cargados en hombros. La tristeza embestía a las madres de las niñas que apenas se sostenían en pie. El sacerdote estaba al frente de la procesión, y detrás de él, dos hombres cargaban una cruz de madera, mientras que otros llevaban cirios, velas y antorchas. Ese día tuve un presentimiento y, por si acaso, cargué la olotera del abuelo sobre mi espalda, y la mazorca la guardé en mi morral. No faltó quien me viera raro por cargarla cuando no eran horas de trabajo, pero poco me importó. En cuanto inició el recorrido, las ancianas comenzaron a cantar El alabado. Los hombres se quitaron el sombrero en señal de respeto. El viento alborotaba los rebozos negros de las mujeres. Cuando íbamos a mitad del camino sucedió algo asombroso:
// ¡la luna y las estrellas desaparecieron en un instante! La oscuridad invadió el rancho. Los cirios, velas y antorchas se apagaron. Intentaron prenderlas, pero no se pudo.
Todos nos detuvimos de golpe. Se escuchó una voz decir: ¡aléjate satanás!, provocando que algunas personas empezaran a gritar. De inmediato, el sacerdote pidió que guardáramos la calma, dijo que Dios nos protegía. A mis 19 años, nunca había sentido un miedo que me paralizara. Mis latidos se desbordaban, ni siquiera sentía la olotera sobre mi espalda. Durante unos instantes, permanecimos inmóviles. Intuía que ése era el presagio del abuelo y debía cumplir su encomienda. Luego de unos segundos me armé de valor y me alejé de la gente para que no me escucharan desgranar y no alterarlos más. Caminé con cautela, pues temía pisar una culebra o acercarme al barranco. Bajé la olotera y saqué la mazorca del morral, me senté en cuclillas, di un gran respiro y comencé a desgranarla. Conforme los granos se desprendían ¡se iban elevando hasta convertirse en luciérnagas! Todos se quedaron boquiabiertos contemplando la luminosidad. Nadie vio lo que había hecho. Después de algún tiempo, el sacerdote pidió que continuáramos y volvió a decirnos que Dios estaba con nosotros. Él y las inesperadas luces nos dieron valentía para seguir caminando. Hubo personas que de nuevo intentaron prender sus velas, pero aún no se podía. Durante el recorrido de ida y vuelta, las luciérnagas nos alumbraron. Faltaba poco para estar de regreso en nuestras casas. Cuando llegamos a la orilla del río, las luciérnagas se fueron esfumando y en ese instante ¡la luna y las estrellas aparecieron! En los siguientes días, la gente no dejó de hablar acerca del suceso y muchos seguían con miedo, sin embargo, con el paso del tiempo todo volvió a la normalidad. Muchos años después me convertí en maestro rural.
// Hasta el día de hoy, no olvido ese entierro en el que hubo un poco de luz.
1 María Guadalupe Santos Quezada. Licenciada en Comunicación Organizacional por la UAA. quezada_mary@hotmail.com
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