DOSSIER

Apuntes literarios en tiempos violentos

Esperanza Jiménez Pomar1

Nací en 1912, en plena etapa de la Revolución Mexicana. Fui primogénita de diez hijos que procrearon mis padres, don Benjamín Jiménez Garcilazo y doña María Ramírez Guevara. Mi padre fue un sastre admirable, confeccionaba desde un traje de charro –curtiendo él mismo las pieles–, hasta un trajes de luces. Hacía las chaquetillas de faena de los toreros con dibujos en los forros acojinados con el pespunte de la máquina de coser, en los que se apreciaban flores de cuatro pétalos con rombos, cuadros, etcétera. En ocasiones, hacía ropa de teatro para los actores de la época, y muy a menudo frecuentaban la casa charros quienes le encargaban algún traje. Mi padre y mi madre trabajaban juntos con mucho afán, máxime que eran épocas difíciles de mucha hambruna.

Mis primeros años los viví al calor de la Revolución. Supe por relatos de mi madre más tarde, que en la época de la Decena Trágica, salimos de la Ciudad de México hacia Guanajuato, desesperados por la situación que prevalecía en la Ciudad de México, y no alcanzando un transporte regular nos fuimos en los techos de un tren militar. Mi madre, con un carácter recio y dinámico en ese tiempo, animaba a mi padre a cada momento a que subiera con las maletas de la ropa por las escalerillas del vagón, y luego volviera por mi hermanito de apenas un año de edad y por mí de tres años. Mi padre, de un carácter tímido, aceptaba todo lo que mi madre le decía que hiciera. El viaje duró diez días y escaseaba la comida tanto para la tropa como para los civiles, pues el tren se quedaba parado dos o tres días al llegar al lugar en donde había habido un combate, puesto que no podía pasar porque la vía estaba obstruida por los cadáveres que habían quedado después del tiroteo.

Mi madre, en alguna ocasión, se fue con las soldaderas y los soldados a pedir comida en las rancherías, pero se dio cuenta de que ni las soldaderas ni los soldados pedían, sino que la robaban y amenazaban a la gente. A esto le llamaban los soldados: las avanzadas. Sin embargo, ella no tuvo valor de robar la comida y menos aún a esa gente que también lo necesitaba, y se regresó con las manos vacías. Me decía suspirando:

// “¡Ay hija! En tiempos de guerra se pierde toda mesura y se hace lo que nunca hubiera una imaginado”.

Por fin, una madrugada llegamos a Guanajuato. En la estación había mucha gente del lugar para ver quién llegaba de sus familiares radicados en México. A todos nos recibían con pena y con lástima. Una persona, al ver que mis padres llevaban a dos niños y uno enfermo –que era mi hermanito– nos proporcionó un cuarto en donde vivimos un considerable tiempo, hasta que mi padre alquiló una accesoria en donde instaló la sastrería que quedó dividida en dos para poder dormir ahí. También contaba con un espacio más en donde mi madre cocinaba y que, al mismo tiempo, servía de comedor. Al otro día de nuestra llegada, fui con mi madre a comprar el pan. Mientras la despacharon me puse a bailar y a cantar con mi voz de niña La Adelita, canción que se cantaba en todas partes en esa época, y esto nos valió para que nos regalaran el pan. Mi madre me dijo un día que de niña siempre bailaba en los juegos, y que quizás desde allí empezó a mi disposición para bailar.

Una madrugada llegó a la sastrería un militarsote muy bravo, y quitándose el uniforme le dijo a mi padre: “Este uniforme debe quedar limpio de inmediato; lo necesito para mañana a las 10 de la mañana, y si no lo haces, ¡te quiebro!”. “¡Pero, señor! ¡Está muy sucio! Es imposible”, contestó mi padre. “Pues ya te dije que si no lo limpias, ¡te quiebro!”. El uniforme estaba verdaderamente sucio, pero el afán de mi padre de defender la vida lo impulsó a inventar una mezcla de almidón con azúcar, y después de hacer varias pruebas, las manchas se taparon bastante y así lograron engañar al militar que se fue muy contento.

Mi madre solía llevarnos a rezarle a los colgados de la estación. Me acuerdo como en un sueño que a algunos les faltaba media cara o algún otro miembro. Debe haber sido un espectáculo muy impresionante y macabro, pero yo como niña sólo lo veía con curiosidad. Alguna de esas tardes, recuerdo que sentí miedo y me puse a llorar. Desde ese día, mi madre dejó de llevarnos a rezarle a los colgados de la estación. Pasado algún tiempo, cuando se decía que todo se había pacificado, que la Revolución había terminado, nuestros parientes de México nos escribían diciendo que regresáramos. Por fin, un día mis padres se decidieron y volvimos a la Ciudad de México. Mis padres habían ahorrado un poco de dinero producto de la sastrería, pero no era suficiente para instalarnos en condiciones regulares y nos fuimos a vivir a un barrio alejado del centro de la ciudad llamado la Colonia de la Bolsa, un barrio que cuando fui mayor me pareció feísimo. Pero llegó una época en que mi padre logró rehacer la sastrería y tuvimos un auge en nuestras vidas; hasta logró comprar la casa en donde vivíamos y ahí mismo logró instalar el negocio. Entonces yo contaba con 12 años de edad y me incorporé a trabajar con mi padre. No sabía nada, desde luego, pero él me ponía tareas que sirvieran y, a la vez, para que yo aprendiera.

Cada vez que terminaba algo, lo elogiaba y me decía que estaba muy bien. Conforme pasaba el tiempo, aprendía más. Ayudados por mi madre y dos oficiales que contrató mi padre, logramos salir adelante por un considerable tiempo, pero después mi padre enfermó y murió, y para colmo de males, a los 8 días, el hermanito más pequeño murió de pulmonía fulminante.

Durante algunos meses vivimos con el dinero que quedó. Después, todo se convirtió en un caos. Yo, como hija mayor, a pesar de mi corta edad, me daba cuenta cabalmente de la verdadera condición, y sabía que junto con mi madre tenía que luchar para sacar adelante la terrible situación. Ella lloraba mucho, yo tenía escasos 14 años y para abajo estaban mis hermanos Gonzalo, Isaac, Luz, Guillermina y los gemelos. Alfonso había muerto.

Un día, en mi desesperación, salí muy temprano de la casa y caminé mucho buscando trabajo, pero en todas partes recibía negativas. Al filo de las 4 de la tarde andaba por el rumbo de San Juan y tenía un hambre feroz. Estaba un puesto de manzanas y sin pensarlo agarré una que estaba hasta encima de un montón. Nadie me vio, por fortuna.[...]

Algunos años después, cuando salía de la escuela [de declamación de las calles de Regina] había un gran alboroto en la calle. Muchos policías, camionetas en donde metían a la gente que se llevaban presa. Me detuve a observar y entonces me di cuenta de que se trataba de una concentración de jóvenes que hablaban del salario mínimo y otras cosas. En ese momento se acercó a mí un joven y me dijo: “Tenga este volante camarada, llénelo y preséntese a esta dirección, guárdelo y que no se lo vean los polis, porque si no, se la lleva la julia”. Me quedé toda confundida, ¿camarada?, ¿Julia? Llegué a casa, le conté a mi madre lo sucedido y me dijo: “No hagas caso, quién sabe de qué se trata y te vayas a meter en un lío, ya ves que apenas estamos saliendo y esto puede cambiar nuestra situación”, a lo que contesté: “No tengas cuidado, no haré caso de nada”, pero mi tentación era muy grande y al otro día fui a la dirección del volante.

Desde ahí empezó a cambiar mi vida radicalmente. Fue en esa época que me relacioné con jóvenes de mi misma extracción social que pertenecían a las juventudes comunistas y que luchaban por un mejor vivir, por un mundo nuevo, por cambiar el sistema en que se debatían las clases más necesitadas. Recuerdo con amargura la lucha por conseguir que se implantara el salario mínimo de un peso cincuenta centavos. Por esta razón nos detenía la policía y nos encarcelaban. Siento pena al recordar que a José Revueltas, el escritor, que entonces era un joven y fogoso luchador, lo aprehendió la policía en Monterrey, y en su lucha por el salario mínimo y sin darle tiempo de que se defendiera, lo mandaron a las Islas Marías. Allí permaneció nuestro querido compañero y fue donde escribió su libro Muros de agua.

Durante toda esa etapa, cuando salíamos a la calle nos despedíamos de nuestra familia porque no sabíamos si íbamos a regresar. Un día supimos que iban a exhumar los restos de Julio Antonio Mella, líder comunista cubano asesinado por Gerardo Machado en México. Fuimos mi hermano Gonzalo, mi hermana Luz y yo, junto con otros jóvenes al acto que se rendía en el Panteón Dolores. Nos aprehendió la policía y fuimos a dar a la cárcel, estuvimos sólo unos días. Ahí conocí a Consuelo Uranga, a quien también apresaron; habló con nosotros de la vida angustiosa y miserable que tenían que sostener los obreros y más aún las clases más desprotegidas. Yo me daba cuenta de que ella trataba de hacer menos difícil nuestra estancia en ese lugar. No había una cama donde acostarse ni mucho menos cobijas. Encima de eso nos echaban con una manguera un chorro de agua. Lo único que hacíamos era pegarnos a las paredes para que el agua no nos cayera directamente; no obstante, estábamos todas mojadas. En esas condiciones duramos tres días. Por fin, una mañana salimos libres; al salir, la despedida fue con una serie de amenazas, pero eso, lejos de convencernos, encendió más el deseo de luchar por una causa que nos parecía muy justa. Cuando regresamos a la casa, mi madre estaba desolada y lloraba mucho, pero ya no nos sentimos solos luchando por salir adelante.

Mientras estuvimos encarceladas, unas compañeras del Socorro Rojo habían llevado víveres a mi madre y habían estado acompañandola. En una reunión, conocí a varios dirigentes del partido comunista, entre ellos a Hernán Laborde, el dirigente máximo, a Valentín Campa, un luchador incansable que más tarde supe era compañero de Consuelo Uranga, también gran luchadora de gran carácter y con un valor poco común; ella era una magnífica oradora. Se había fijado una fecha para hacer un mitin en la Escuela de Medicina que entonces estaba en las calles de Brasil y Venezuela, y Consuelo era una de las oradoras, pero cuando llegamos allí, vimos que todo ya estaba plagado de policías. Consuelo se metió a la escuela, subió a uno de los pisos y en uno de los balcones más altos apareció. Estaba resguardada por algunos compañeros, y cuando menos lo esperábamos apareció con un magnavoz en un balcón y empezó a hablar. Mientras, la policía se organizó para subir a buscarla. Ella ya se había dirigido al público bastante tiempo, y cuando llegaron al lugar donde estaba, ella ya se había ido, no lograron atraparla. Hubo gran regocijo de los que presenciábamos el acto.

Poco a poco fui conociendo a otros compañeros. A Andrés García Salgado, quien pertenecía a nuestra célula, y después supe por relatos que él nos hacía que había ido a luchar con Sandino a Nicaragua. Había gente muy valiosa. El día que conocí a David Alfaro Siqueiros me asombré mucho por la dinámica que desplegaba al hablar.

 Cinco días después de un 20 de noviembre, todavía estaban las graderías en el Zócalo. Veníamos del trabajo mi madre y yo. Estábamos a punto de llegar a nuestra casa que estaba en las calles de Guatemala y cuando íbamos a media Plaza de la Constitución, vimos y oímos con asombro una gran manifestación que marchaba con una gritería ensordecedora y hubo disparos. Quisimos echarnos a correr, pero no nos dio tiempo. Cerca de nosotros caían los caballos muertos y mucha gente era agredida por los manifestantes de la nefasta marcha de “los dorados” sobre el suelo de México en donde murieron cuatro compañeros de la Juventud Comunista. Vimos también cómo uno de nuestros compañeros desarmaba a un militar que disparaba a diestra y siniestra, se le fue por detrás y casi lo tiró al suelo. Era un compañero norteño de gran tamaño. Fue uno de los primeros actos que organizaban los simpatizantes del fascismo en México.2

Los marchistas dorados traían cachiporras conformadas con grandes bolas de madera pesada con picos de acero y una cadena, les daban vueltas en el aire y de esa manera hirieron y mataron a mucha gente. Cuando mi madre y yo vimos eso, nos refugiamos en las graderías que sirvieron para que la gente viera el desfile del 20 de noviembre. Había momentos en que veíamos el peligro muy de cerca y nos dio miedo. De pronto, mi madre cambió el tono de su voz y enérgicamente me dijo: “¡No tengas miedo, no te asustes! Busca una piedra, un palo, si se acercan a nosotros nos defenderemos, y si nos toca, ni modo. Ya estoy dispuesta a todo. Ya tengo la sangre caliente, ¡malditos asesinos!”. Hubo un momento en que vimos que en medio de aquel tumulto de gente y sangre entraban coches a guisa de tanques en medio de los grupos de dorados que invadían la Plaza de la Constitución. Eran los compañeros del Frente Único del Volante que pertenecían al Partido Comunista de México, que atacaron por muchos lados para disolver la manifestación de los dorados. De esa manera, lo lograron, sin dejar de lamentar la pérdida de tantas vidas. Por la noche de ese mismo día, 16 ataúdes de nuestros compañeros caídos eran los testigos mudos de la terrible y dolorosa jornada de la mañana. La Arena México estaba totalmente llena, un silencio absoluto reinaba, un dolor, una gran desolación, pero conforme pasaba el tiempo se presentaban más grupos de personas, en especial los ferrocarrileros, que llegaban armados con sus herramientas de trabajo como armas de defensa.

Todos estaban alertas con la idea de que en algún momento llegarían los dorados a atacar. Al otro día fue la inhumación de los caídos en el Panteón de Dolores. La marcha hacia el panteón fue impresionante: todos los obreros del gremio ferrocarrilero marchaban con sus herramientas de trabajo como armas de defensa dispuestos, como decía, a darse en la madre con asesinos dorados. En el desfile no se escuchaba ni el zumbido de una mosca, las mantas no llevaban leyendas, sólo iban torcidas, sólo ruido pesado de los pies al caminar de los marchistas. Existía mucho dolor y rabia.

Pasado este acontecimiento deplorable, en las reuniones no se hablaba más que de detener el avance del fascismo en México. El partido buscó un local en las calles de Cuba, en donde se instalaron las oficinas, no duraron más que sólo unos días, pues llegaron los dorados, atacaron y lo destruyeron todo, dejando heridos a media docena de compañeros que se encontraban allí. En ese momento, mi hermano Gonzalo se encontraba también en la defensa que hicieron de local y lo hirieron en la cabeza. No tardó en presentarse un grupo de compañeros de la Juventud que fue a tratar de dar auxilio a los compañeros en peligro. Mi hermano Gonzalo aprovechó la distracción de sus atacantes y se metió debajo de una banca, y así se olvidaron de él.

En la noche, cuando llegué a mi casa y me informaron de lo ocurrido, salí inmediatamente a la dirección en dónde se encontraba mi hermano. Ya un médico lo estaba atendiendo y vi que estaba gravemente herido. Había otros dos compañeros a quién estaban atendiendo también. Los grupos de dorados fascistas no se detenían ante nada. Uno de esos domingos supimos que tenían la intención de atacarnos en un mitin por la paz que tendría lugar en el Anfiteatro Bolívar. El compañero David Alfaro Siqueiros, en un teléfono que estaba en la calle, se comunicaba con los grupos de contraataque, y decía: “Pelotón del Sur, ¡aquí estamos alerta y en marcha hacia acá!”. “Pelotón del Norte, ¡alertas! Aquí estamos listos todos, aquí los esperamos”. Y cuando esto sucedía observamos y veíamos a gente acechando. Mientras tanto, los grupos organizados de nuestro partido estaban ahí para que el público asistente estuviera protegido. Esto dio muy buen resultado, pues llevamos a efecto nuestro mitin sin que nada sucediera. Así operaba el coronelazo Siqueiros: a base de estrategias que casi siempre dieron resultado.

No dejamos de ver que estábamos en constante peligro. Sin embargo, vivíamos permanentemente con un ideal en pro de la humanidad. En ese tiempo conocí al compañero Fausto Pomar, joven y brillante luchador, que dirigía la liga contra el fascismo y la guerra. Un día, en uno de tantos mítines en favor de Cuba, lo aprehendió la policía y vi que desde lejos me daba con la mano su adiós. Yo sentí una gran desolación, pues inmediatamente pensé: “¡Ojalá no se lo lleven a las Islas Marías!”. Tardé muchos días sin saber en qué cárcel estaba. Por fin, de tanto indagar, José Pomar, su padre, me dijo que estaba en la penitenciaría, pero que estaba incomunicado. Por los compañeros del partido supimos que uno de esos días salía una cuerda para las Islas Marías y que posiblemente saliera él en esa cuerda. Yo estaba tan angustiada que el día anunciado para la salida de la cuerda nos apostamos varios compañeros afuera de la salida de la cárcel, y a eso de las 3 de la mañana vimos que empezó a desfilar la cuerda de presos hacia las Islas Marías. Entonces, con toda la fuerza de mis pulmones empecé a gritar: “¡Faustooooooo, ¿vas ahí?”, y de esos gritos di como tres, a los cuales no hubo respuesta. Entonces me serené un poco y gente del Socorro Rojo que estaba acompañándonos me decía: “No va el compañero Fausto en esa cuerda, si no ya nos hubiera contestado”. Entonces creí que realmente no iba en la cuerda porque otros compañeros que sí fueron sentenciados iban en la cuerda y cuando les gritaban contestaban cosas muy tristes, tales como: “¡Adiós amor, no te olvido!” o “¡Adiós madre, te encargo a mis hijos!”. Me tranquilicé y me retiré junto con los compañeros.

Más tarde supimos que a otros compañeros que estaban detenidos los incomunicaron para que no se supiera nada de ellos y junto con ellos estaba Fausto. Así duraron en la penitenciaría seis meses, y después ya nos permitieron verlos. A la salida de su encarcelamiento nos casamos y seguimos en la lucha por mucho tiempo. [...]

Notas

1 Este texto fue tomado del diario personal de Esperanza Jiménez Pomar (1912-2013), maestra, coreógrafa y bailarina, con la aprobación de su familia. Cfr. http://www.jornada.unam.mx/2013/03/16/cultura/a05n1cul.

2 El 20 de noviembre de 1935, se escenificó una batalla campal entre paramilitares de la Acción Revolucionaria Mexicanista, más conocidos como los camisas doradas, y militantes del Partido Comunista de México en el zócalo de la capital de la República, estando dirigidos los primeros por el general Nicolás Rodríguez, y los segundos, por Rosendo Gómez Lorenzo y David Alfaro Siqueiros. Peláez Ramos, G. 20 de noviembre de 1935. Batalla en el zócalo entre comunistas y fascistas, en: http://www.lahaine.org/b2-img10/pelaez_zoc.pdf.

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