DOSSIER

La sonrisa

Dahlia de la Cerda1

Me vine pal norte montada en la bestia. En mi pueblo ya no había nada pamí. Nada. Me vine buscado futuro: me dijeron que en la frontera había trabajo en las maquilas y, ya encarrilado el ratón, podía brincar pal otro lado. American dream, you know. Me monté en la bestia porque es de a gratis: nomás agarras vuelo, corres, corres, brincas y úpale yandas arriba. Claro, si tienes suerte y afianzas bien la pezuña en alguno de los fierros porque si no, la bestia te muerde entre sus patas de metal y si bien te va te mata, porque si no nomás te deja rengo para siempre. Pero la vida es un riesgo y yo me la rifé, qué chingaos.

Yo no tenía ni quinto: en mi pueblo vivía en la miseria, pinche y jodidota: dormía en una hamaca, siempre traía guaraches de orca pollo y comía puras sobras de pescado. No hay futuro, no. Ni por dónde buscarle, en serio. Mis días eran: levantarme, ayudarle a mi apá a pescar, ir al puerto a vender y regresar a ver la puesta del sol en la playa. Suena bien bonito para un día, para una vacación, pero ya de planta la neta no está tan chido. Yo quería conocer mundo, comprarme alguito para escuchar música, bailar y gozarla. No quería morirme viendo la misma arena, las mismas olas y el mismo atardecer el resto de mi vida. Hice mal mis cálculos: perra vida.

 En el pueblo me decían la negra. Soy negra, y qué, negrita con tumbao. Puro mais prieto, pelo chino alborotado, afro, me decían en la fábrica. Acá en la maquila me apodaban “la chiqui” porque además de negra soy zotaca. Zotaca, negra y china alborotada, ahí va un micrófono andante, me carreteaban, las garras de muchachas. A las morras de acá del norte les sorprendía y costaba trabajo entender que soy mexicana, tan negra como mexicana, ¿cómo crees? Se imaginaban que mi amá había engañado a mi apá con algún rapero gringo y que por eso salí mulatita o que alguna negra me había abandonado en la playa hasta que mi familia me adoptó. N’ombre, si yo soy más mexicana que los nopales, mexica negrita. Brown Sugar, me decían los gringos que me compraban pescado envarasado, en-vara-asado.

La frontera no es lo que una piensa ni cómo la platican. La frontera es un monstruo, una fiera ansiosa de tragar. Y no tiene llenadera: se alimenta de trabajo, sexo, drogas y mujeres, pero eso yo no lo sabía. A mí nomás me dijeron que en Juárez había trabajo: en las fábricas y maquiladoras y aunque el ambiente estaba bien perrón, la pura pinchiparty loca todos los días, y pues me le dieron cuerda al coco.

Yo no le avisé a nadie: nomas un día agarré y me fui a las vías del tren, agarré vuelo y con mis sueños y me vine hastacá. Juárez es un rancho gigante, me cae. Un rancho con sombrerudos por todas partes, trocas que una ve y dice, este men es narco, ahuevo que sí. Y botas colgando en los cables de luz. Cada rancho exhibe su calzado: allá en la costa las chanclas, cuando pasé por la provincia colgaban tenis, y acá avientan las botas vaqueras, qué cura. Las personas somos bien botanas. Pero acá en la frontera también se cuelgan cruces rosas, en memoria de las muertitas de Juárez y hay más carteles de morritas desaparecidas que bailes, eso me dijeron.

//Mala suerte la mía, yo que vine buscando bailes me encontré con un desierto cabrón que se devora a las mujeres, que las hace pedazos, que las desaparece, que se las traga. Nadie sabe, nadie supo. Pero a mí nadie me cuenta las muelas.

En la bestia conocí a una colombiana bien bacán. Tría un chingo de cumbias en su celular y las escuchábamos juntas pa pasar el rato: ella me compartía un audífono y cuando la velocidad bajaba y el terreno no estaba tan serreño bailábamos, sí, sí arriba del vagón, burlando a la muerte, al final de cuentas ya cruzando medio México en un tren, por la ruta de la muerte, ya la medio andábamos burlando. Cuando digo esto recuerdo que la colombiana y yo bailábamos bien sabroso, pura cumbia, bien bonito, como burlar a la muerte para no caer en manos de los narcos, asaltantes o padrotes, eso era burlar a la muerte en serio, bailar arriba del vagón era celebrar a la muerte que nos la andaba pelando, al menos por hoy, mientras la cumbia sonaba, la muerte no era, sólo era el baile. La colombiana me dejó en Juaritos y ella siguió su camino en busca del sueño americano. Yo me instalé con mi tía, mi tía vivía en un cuartito en la mera orilla de la ciudad. Ella fue la que me sonsacó, qué vida esperas allá, no te vas convertir en sirena, mejor vente para acá conmigo, y me fui.

Trabajar en la maquila es como ir a la escuela de otro modo. Yo trabajaba en el turno de la madrugada: entraba a las cuatro de la tarde y salía a las cuatro de la mañana, cuando los gallos todavía no cantan, pero los buitres sí. La maquila a veces parece una cárcel: todas con uniformes color caqui, en chinga, produciendo, sacando para ganar el bono de la productividad, en chinga y ganar unas horas extras y agarrar una lanita para pagar la tanda, en chinga para tener un día de descanso e irnos a bailar.

Yo me la pasaba bomba: sabía que trabajar en la maquila era un riesgo porque una sabe, de oídas, que casi todas las muchachas desaparecidas son maquilocas. Así nos dicen a las trabajadoras de las fábricas, “maquilocas”, que andamos de voladas con los camioneros, o que nos desvalagamos, pero no es cierto, o sí, pero se siente gacho que los vatos nos digan “maquilocas”. Yo la mera, mera verdad, era bien loquilla, me chingaba trabajando y me lo merecía. Me gustaba irme a los bailes, comprarme mi ropita coquetona, pintarme mi boquita de rojo. También me llevaba con los compañeros de trabajo y me besuqueaba con los vatos que conocía en los bailes, lo que sí es que no era de cantinas: lo mío eran los bailes, qué le voy hacer, sí me encanta la música, los vatos y el bailongo sabroso. Me chingaba trabajando, a veces, neta, hasta sin tomar día de descanso, a destajo, doble producción y la chingada, para una vez al mes ponerme mis botas de tacón, mis pantalones de mezclilla bien apretaditos y mi tejana para irme a bailar toda la noche con dos o tres muchachos; me tomaba una o dos cervezas. Tengo 17 años, pero ¿a poco por ser una “maquiloca” me merezco lo que me pasó?, ¿a poco yo lo estaba buscando? ¿Tú crees que yo lo iba andar buscando si durante una semana de viaje burlé a la muerte bailando cumbias? No, mijo.

 Lo más cagado del asunto fue que cuando me mataron, ¿o no me mataron? Yo ni siquiera andaba en el cotorreo. Ese día recuerdo que me puse una blusa de los tigres del norte porque tenía flojera. También me puse una falda negra hasta la rodilla y unos tenis tipo conchas, bien ridícula, ya sé, pero tenía dos meses sin descansar porque andaba guardando dinero para comprarme un celular y para el área VIP del baile de Intocable y no tenía ganas de arreglarme. Andaba ahorrando, metida en cuatro tandas. Entonces me fui en el autobús de la fábrica para que me arrimara a la ciudad y de ahí no me saliera tan caro. Pero algo salió mal, carajo, condenadamente mal. Cuando subí al autobús iban otras 10 morras, pero poco a poco se fueron bajando hasta que me quedé sola con el camionero, ¡ay, dios mío! Lo recuerdo y me sudan las manos que se convirtieron en mar, sudaban, sudaba mucho yo estaba muerta de miedo, de nervios. En mis audífonos sonaba el Poder del Norte, la voz nasal del vocalista no lograba distraerme de mi paranoia, ¿o era un mal presentimiento? No supe ni a qué hora el camionero, maldito perro, cambió de ruta. Empecé a rezar, le pedí a dios que solo fuera a cortarle, a tomar una veredita para no rodear, pero no, de pronto no vi nada, sólo oscuridad y desierto. Ya valió verga, pensé. Ya valió. El pánico se apoderó de mí y empecé a gritar que me bajara, que a dónde chingaos me estaba llevando, que, por su pinche madre, que por sus putas hijas no me hiciera daño. El ojete sólo se reía. Paró el autobús. Yo iba hecha bolita llorando, llorando mucho, maldiciendo. Escuché que bajó del camión, pude ver las luces de una patrulla: grité más fuerte, les pedí ayuda, les supliqué, pero los culeros se hicieron los sordos y lo dejaron seguir su camino. Nos perdimos en el desierto. Dio tremendo frenón. Abrió la puerta y subieron otros cuatro culeros. ¿Quieres que te lo cuente?

Me violaron, entre los cinco. Se turnaban para violarme. Me amarraron las manos y los pies. Me quemaron con cigarros, me golpearon hasta que se cansaron. Me soltaban y jugaban a cazarme. Me mordieron los senos. Me soltaban y yo corría con todas mis fuerzas, pero eran más rápidos y más fuertes que yo. En cuanto uno me alcanzaba, me agarraba del cabello, me tiraba a la arena y me pateaba, en la cara, en el pecho, con saña.

 Yo había oído muchas cosas, que usaban a las morras para hacer pornografía sádica o ritos satánicos para gringos aburridos. No, la neta no. A mí no me grabaron, no eran gabachos, eran vatos mexicanos, podría ser tu primo o mi papá, normales, no juniors ni extranjeros. No sé por qué lo hacen, no lo sé, pero hay algo de lo que sí estoy segura: que lo disfrutan. Ellos gozaban al verme llorar y suplicar. Se les veía en los ojos, en sus gemidos. Mal nacidos, culeros, malditos. Jugaban a asfixiarme con un paliacate rojo y cuando ya veían que andaba en mi último aliento me soltaban, y luego a chingarme otra vez.

No sé cuántas por cuántos pitos y manos horas pasé, pero yo estaba muy jodida, madreada, moretón sobre moretón, quemada sobre quemada, golpe sobre golpe. Me violaron con sus asquerosas vergas, con un objeto metálico y con sus dedos infectos. Cuando se aburrieron y me dieron por muerta me dejaron tirada en la mitad del desierto.

 La oscuridad se hizo poco a poco clara. Abrí y los ojos y lo vi: parado junto a mí. “Ya vino la muerte y para acabarla de chingar es vato”, me dije. Pero no, no, no era la muerte. Me di cuenta que no era la pinche muerte porque me pegó un tremendo mordidón en el cuello. Sí, una mordida. Me cargó en su lomo y ya no supe de mí.

Tuve fiebre o algo peor. Quizás me morí y reviví, pero durante mi alucín valga la rebusnancia, tuve varias alucinaciones, no, más bien varios recuerdos. Me acordé cuando mis carnalitos y yo éramos morrillos y nos dio por orinarnos en la cama. Bien cagado, no sé porque me acordé de eso o porque lo soñé más bien, pero nos dio un tiempo por andar de miones. Estábamos sincronizados, nos orinábamos al mismo tiempo, bien paranormal. Mis papás hicieron de todo, pero nada funcionó. Nosotros hasta ideamos estrategias pipiosas y nada, nada, nada. Al final a mi papá no le quedó otra que bañarnos en la mañana para que no fuéramos todos hediondos a la escuela. A mí lo que más apuración me daba es que ya estaba grande, 12 años, y me andaba coqueteando un muchacho y pues pensaba, nomás me roba y el día que durmamos juntos me lo meo y me regresa de volada a mi casa. Estaba en medio de mi drama infantil cuando desperté. No tardé mucho en darme cuenta de que me encontraba en una pinche cueva, una cueva en medio del desierto. Pero al menos estaba viva, había burlado a la muerte, según yo. No sabía que la muerte soy yo.

 Vi que estaba amaneciendo y se me ocurrió salir a agarrar solecito, a checar el cuadro, a ver qué pedo. Bad idea, en cuanto el perro sol tocó mi piel sentí como si me quemara, hasta humito me salió, ah su pinchi madre, y que me meto de nuevo a la cueva en chinga. Los demás días fueron terribles, aunque nada comparado con la violación y asesinato, pero muy jodidos. Mi piel empezó a descomponerse, no sólo olía a podrido, sino que se empezó a caer, a caer en hilachas. Todo el cabello se me cayó. Vomité, vomité todos mis órganos, el corazón, el estómago, el intestino, los riñones, el hígado, el páncreas, me cae que los vomité. Con estos ojos que ya jamás se comerán los gusanos vi salir mi intestino por esta boca, todavía con sabor a tacos al pastor. Neta, hasta le jalé pa que saliera bien. El hígado sabía a sangre, a sangre fresca: me gustó. Mi páncreas como dulcecito, como a leche de bebé. ¿El corazón? Ese sí no lo escupí, sabe dios por qué.

Luego de vomitar todos mis órganos, perder mi cabello, me volví a morir, te digo que ya ni sé. Cuando desperté, aunque parezca un pinche mal viaje, ya era otra vez yo. No había heridas, ni dolor, ni nada: yo era la pinche chiki en todo su esplendor, pero andaba toda encuerda, bueno casi, nomás con una playera negra. Esos cabrones largaron mi ropa a quién sabe dónde, culeros. Total, que esperé a que se hiciera de noche, y fui a buscar al Charro Negro, ese men me debía un par de explicaciones. Te digo que agarré camino por el desierto, para mi pinche sorpresa veía rebien en la oscuridad, como si trajera visión ultrarroja o ¿es infrarroja?, ajá, así bien perrón. No tardé mucho en encontrar un pinche camper en medio del desierto. Muy mona toqué la puerta y cuando lo tuve frente a mí le dije, ¿qué pedo?

 El Charro Negro me dijo algo bien cagado, me dijo que burlé a la muerte y logré regresar. O sea que esos culeros no lograron matarme, me dejaron agonizante y este güey con algún tipo de brujería extraña logró atrapar mi último aliento y detenerlo y hacerlo eterno. Yo pienso que la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma, de qué te ríes, me veo pendeja, pero acabé la secundaria, pinche. La cosa es que el Charro Negro me dijo que mi cuerpo había desarrollado la capacidad de curarse a sí mismo, pero que para lograrlo era necesario consumir sangre, no de humano, porque con esa se cruzan los cables y te salen ronchas, pero de animal que le daba vuelo a la capacidad regeneradora de nuestros cuerpos y cualquier herida, primero se iba a descomponer para luego resurgir triunfante bailando cumbia de las cenizas. Perrón. También me habló de la visión un poco más chingona, el olfato y el oído más al pedo y la fuerza sobrenatural. Esto debe ser un alucín, pensé. Pero no, neta no. Quizás por el sufrimiento me convirtió en mártir y ahora dios se estaba poniendo al corriente y me había dado súperpowers o quizás es que la vida me andaba dando la oportunidad de cobrármelas. Y bueno, como dios no les da alas a los alacranes, nos dio un perro defecto, el sol. Una pinche alergia bien cabrona al sol. Entonces había que actuar de noche.

 Para no hacerte el cuento largo, el Charro Negro me pasó el chisme de todo lo que había que saber de los no-muertos, la mutación de sobrevivir al sufrimiento. Me dijo que si la sangre de cuervo es amarga, que si para entrar algún lugar nos tienen que invitar, ya luego me vieras en las tiendas de ropa de Juaritos preguntando a las morras, ¿oye, puedo pasar? Y con lo mamonas que son algunas, nomás me respondían sí y no, yo necesitaba que me dijeran, puedes pasar, o te invito a pasar, fue una batalladera, pero la conseguí, mi blusa de los Tigres del Norte, una igualita a la que traía el día que esos hijos de la chingada se pasaron se lanza.

No sé cómo vergas le hice, pero usé mis artimañas femeninas para convencer al charrito paque me ayudara a vengarme. La verdad es que tampoco me costó mucho trabajo, ¿te dije que el morro tenía un hobbie entre tierno y aterrador? Le gustaba recolectar los huesos de las mujeres asesinadas y los acercaba a lugares donde pudieran ser encontrados con facilidad. Le pregunté por qué con super poderes jamás detuvo a los asesinos, o los mató o les hizo algo. Me dijo que estaba esperando una mujer que pudiera hacerlo.

 El morro, bien paciente, me acompañó por todo Juaritos a comprar mi falda de mezclilla, mi playera de los tigres y mis conchas. Vi mi rosto pegado en un poste. Decía: Se busca. Me dio harta tristeza imaginarme a mi familia buscándome, a mi tía contando los días. En ese momento ya eran 6 meses sin que nadie supiera de mí, si vivía o moría. Me ganó la tentación y le dibuje un globo de historieta a uno de los carteles: “Me la pelaron, estoy viva y me los voy a chingar”. El charrito me miró con una sonrisa con la que jamás lo había visto sonreír. Entré a un baño público, me puse mi playera de los tigres, mi falda y mis tenis, me pinté la boquita de rojo. Me miré al espejo y aunque no vi mi reflejo sabía que era yo misma, la que salió de la maquila aquella madrugada, la misma, aunque muerta y expulsada por el desierto, no devorada, me vomitó a la chingada. Sonreí. Salí del baño y sonaba el grupo Cañaveral. Me detuve para bailar, bailar como bailaba con la colombiana arriba del vagón de la bestia, era ese momento en que te burlas de la muerte mientras no la burlas, pero tú crees que sí.

El Charro Negro me acompañó a la parada del autobús. Reconocí el número de inmediato: 495. El camión detuvo su marcha, subí en grupo junto con otras morras y el camionero ni me notó. Me senté al final, lo suficientemente escondida para que no me viera bien, pero no tanto para que supiera que ahí iba. Tuve un deja-vu. Desvió su camino, se detuvo con una patrulla. Agarró camino por el desierto, frenó. Se subieron los otros 4. Salí a su encuentro, uno de ellos me reconoció de inmediato, mi playera de los Tigres y mi pelo afro me delataron, ¿es una broma, pendejo? Le dijo al conductor. No les di tiempo de decir nada, nada. Me acerqué poco a poco, vi sus caras de pánico, uno de ellos se orinó encima de la impresión, pinche idiota les gusta llevarse, pero no se aguantan. Tenía miedo, el cuerpo tiene memoria, pero me lo tragué. Sonreí enseñando mis colmillos afilados.

Notas

1 Becaria del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Aguascalientes (PECDA) en la emisión 2015-2016 y beneficiaria del programa “Jóvenes Creadores” del FONCA en la emisión 2016-2017.

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