//En un acto de despojo personal, porque ahora es una historia que nos pertenece a los lectores, nos entrega a su familia, y con ella una visión de muchas familias del siglo XX mexicano

Escribir sobre la propia familia, revelando los secretos y las historias muchas veces calladas que cargamos en nuestra genealogía pero que difícilmente contamos a todos, es una cualidad que encuentro en el libro Adiós a los padres de Héctor Aguilar Camín. ¿Cuántos de nosotros narraríamos el abandono del padre, las prácticas corruptas del abuelo o los enfrentamientos entre los tíos por el dinero? En el simple acto de escribirlo queda la decisión del autor de referir “todo”, aunque ese todo no sea precisamente halagador para algunos de sus predecesores.

“Sabemos que no hay inicios de los tiempos: los tiempos son un continuo que la memoria marca para darse un orden y otorgar un sentido a lo que no tiene sentido”, escribe Aguilar Camín, y con ese eje construye la historia de su familia, aderezándola con información alrededor de la ciudad de Chetumal, capital de Quintana Roo, de los negocios de los habitantes de la frontera sur mexicana con Guatemala y Belice, en una interesante ilación entre los avatares familiares, las personalidades de los protagonistas y la historia de las calles y personajes de Chetumal a lo largo de varias décadas del siglo XX.

El autor nos muestra su versión de la historia familiar, acomodando –dice– la de su padre y la de su madre, y señala:

[…] pienso que las dos versiones son ciertas, adversariamente verdaderas. Se contradicen en el pasado impenetrable y nebuloso de donde surgen, pero se funden y se completan en la simultaneidad del presente, donde puedo entender que todos tenían razón y que la verdad no existe sino en la suma de las razones encontradas, pues la verdad es siempre el resto opaco de las cosas, aquello que nos falta por conocer.

En la portada del libro nos entrega la fotografía de sus padres al inicio de su relación amorosa, en 1940, en la que, como apunta el autor, “recién casados, inician la que será, creen, la mejor parte de sus vidas”.

A lo largo de su narración nos ofrece una historia efervescente de dos mujeres fuertes y contradictorias, una su madre y otra su tía, “el hombre de la casa”, como la califica; dos hermanas que se construyeron y enfrentaron la vida sin hombre, encontraron un lugar en la Ciudad de México de la década de 1950 que convirtieron en casa de huéspedes, espacio al que el autor otorga estatus de personaje de su historia, es “México 15”. Estas dos mujeres decidieron coser vestidos para clientes pudientes y educaron cinco hijos que  no se fueron de esa casa hasta que terminaron sus estudios y se casaron. Emma y Luisa Camín son las grandes protagonistas de la historia vital del escritor, quien apunta: “Luisa ya es la piedra de toque del hogar de Emma, su pareja en la crianza de los hijos, su verdadera pareja”.

En su cuidadoso hilvanar de recuerdos se advierte que son ellas las mujeres que le marcaron y le enseñaron a ver la vida desde su lente, le infundieron sus valores, las vio cuidar a sus abuelos, abrirle las puertas a los primos, negarle los avances amorosos a los huéspedes de México15, firmes y sensatas como una piedra angular en su vida. La admiración del autor hacia las mujeres de su vida es patente y latente a lo largo del libro, su descripción de su tía Luisa como una muestra:

Repito estas cosas porque dicen algo de la Luisa Camín que se asoma en la parte de atrás de mi recuerdo, la Luisa que pasó junto a nosotros sin mostrarse del todo, salvo en el hecho cotidiano de cumplir en nuestra familia la reparación que las potencias invisibles le habrían diseñado: la soledad sentimental, el anatema del pudor, la aversión al contacto físico, todo lo que la aisló de la pasión amorosa, del matrimonio y aun de la maternidad, que Luisa no tuvo sino vicariamente a través de su hermana Emma.

Esto en oposición a la invisibilidad de su padre Héctor gran parte de su vida, quien parece diluirse lentamente en su historia. Aguilar Camín lo dibuja con un carácter débil, aferrado a la personalidad y aceptación de su abuelo, queriendo quedar bien con todos y repartiendo sus pocas ganancias al aire. Nos hace partícipes del rescate que hizo de su padre, ya viejo y encerrado en sus memorias de grandeza y deshilachados recuerdos, como un acto de reivindicación personal en el que se acercó a él después de “cuarenta años de no conversación”.

Escribir la propia vida a partir de las vidas de los otros que la pueblan parece fácil, pero implica retomar las versiones, desenredar las madejas, seleccionar los elementos que no sólo son importantes sino también interesantes para lectores ajenos a esta historia. Algunos analistas de narraciones autobiográficas se preguntan qué tanto el autor colorea su versión para que sea atractiva para otros, ¿qué tanto habrá coloreado Aguilar Camín la historia de sus padres?

Eso sólo lo saben él y los suyos, pero en un acto de despojo personal, porque ahora es una historia que nos pertenece a los lectores, nos entrega a su familia, y con ella una visión de muchas familias del siglo XX mexicano, en la que a través de los espacios lejanos como Chetumal, o lugares como la Ciudad de México, nos invita a reflexionar sobre nuestras raíces, y tal vez preguntarnos si estaríamos dispuestos a realizar el ejercicio de escarbar, desempolvar y sacar a la luz las vidas de esos personajes que por cercanos son “sagrados”, nuestros padres, y ponerlos al juicio de los demás.

Al final de la lectura regresé a la fotografía de la portada, y no pude menos que sentir tristeza de los momentos de felicidad que atrapan las imágenes, detrás de las cuales se esconden las realidades de la problemática convivencia entre los seres humanos.