//El conocimiento científico y sus aplicaciones prácticas y tecnológicas deben utilizarse para generar bienestar y seguridad para los seres humanos

La llegada de la Revolución Industrial en el siglo XIX marcó un parteaguas en la historia de la humanidad. Para Gregory Clark, de la Universidad de California, la revolución tecnológica, esto es, el súbito avance en la aplicación práctica del conocimiento y de los descubrimientos científicos, significó en este periodo un aumento exponencial del incremento de la productividad de las economías mundiales, sobre todo de las más exitosas. En poco más de dos centurias (de 1800 a la fecha), el ingreso por persona llegó a ser diez veces mayor que en el resto de la historia de la humanidad; es decir, que en más de mil siglos.¹

Para el autor, no existe ningún otro hecho más trascendental que éste en la historia del hombre, pues a partir de dicho momento las reglas que dominaban el equilibrio en la especie humana cambiaron por completo dando lugar a un incremento demográfico sin precedentes, al aumento en las expectativas de vida y al surgimiento de un nuevo orden económico, político, social e ideológico global. Las ganancias de la productividad derivaron del aprovechamiento tecnológico de nuevas fuentes de energía y del desarrollo de nuevos convertidores que permitieron incrementar la energía disponible; de la creación de nuevas herramientas, maquinarias y procesos que facilitaron el mejor aprovechamiento de los factores productivos ya existentes; y del establecimiento de nuevas formas de organización para la mejor utilización de los recursos disponibles; en otras palabras, de la organización del trabajo y los procesos para incrementar la eficiencia.²

El desarrollo tecnológico e industrial que ha resultado de la aplicación de las ciencias –tanto de las naturales como de las sociales– ha tenido como objetivo resolver problemáticas específicas de las sociedades en que se presentan. Ello ha dado como resultado³ el diseño de artefactos (máquinas, ciudades u organizaciones formales), normas o planes de acción para el beneficio de algún grupo social en un lugar y un momento determinados. La ciencia aplicada ha derivado en alguno de los siguientes campos: tecnologías, hardware, ingenierías (eléctrica, nuclear, química, industrial, genética), fármacos, salud, biotecnologías, comunicaciones, agronomía, psicología clínica y de mercado, sociotecnología, informática y robótica, por mencionar sólo algunos.⁴

Algunos autores, como el científico mexicano Ruy Pérez Tamayo, consideran que no existe una razón válida que justifique la distinción entre ciencia “básica” y ciencia “aplicada”, porque toda la ciencia es aplicada dado que todo el conocimiento sirve para algo.

Sin embargo, sí resulta útil clasificar a la ciencia en “básica” y en “aplicada” porque se distingue entre el trabajo científico que sirve para producir nuevos conocimientos con base en los generados por esa misma actividad, del que además resulta en aplicaciones prácticas externas al desarrollo y crecimiento de la ciencia.⁵ La ciencia aplicada tiene que ver, sobre todo, con la pertinencia de la aplicación del conocimiento en un momento particular para la resolución de alguna problemática en especial, es decir, la ciencia que se aplica es pertinente cuando es útil al espacio social donde se integra para crear o resolver algo.

A todas luces, empero, se observa que ni el aumento en el ingreso per capita ni el vertiginoso avance tecnológico de los últimos años han redundado en un incremento significativo, equilibrado y equitativo de la calidad de vida de las poblaciones, sino que, por el contrario, existe una brecha enorme entre las economías más ricas y las sociedades más pobres del planeta. Esta “gran divergencia”⁶ polariza cada vez más a los individuos aun dentro de sus propias comunidades, lo que genera grandes inequidades sociales y desigualdades económicas, políticas y de derechos humanos.

En un informe reciente, el Banco Mundial declaró que si se miden con base en el ingreso, el número de mexicanos que se encuentra en extrema pobreza –es decir, que tiene un ingreso diario insuficiente para adquirir una canasta básica alimentaria– se ubica en 23.1 millones de personas, la cifra más elevada desde 1988. Por otra parte, en la clasificación de pobreza moderada se encuentra una cantidad de 61.4 millones de mexicanos, la mayor cantidad desde 1996.⁷ Esto es, en México casi 55% de la población vive en la pobreza y más de 20% sufre graves carencias alimentarias.

La Organización de las Naciones Unidas en un informe de 2010 reconoce una lección importante de la crisis económica mundial, concretamente que: “el mercado, contrario a lo que en común se conoce, no tiene la capacidad milagrosa de hacer frente a los desequilibrios socioeconómicos”.⁸ De modo que se precisan políticas y acciones gubernamentales y comunitarias conjuntas para promover un desarrollo y avance económico y social sustentable basado en la realidad actual.

Es allí donde adquiere gran relevancia la investigación y desarrollo (I&D) generado en las universidades públicas con el fin lograr un mayor entendimiento de cómo pueden funcionar mejor las economías en los nuevos entornos globales, “profundizar en lo local, identificar características y rasgos de nuestros países y reconocer sus diferencias tanto culturales como económicas para encontrar las reales necesidades y preocuparnos por el entorno que nos rodea”.⁹ Aunado a ello, una de las cuestiones más examinadas actualmente en foros mundiales es el papel de la innovación en la economía, de qué manera favorece el emprendimiento para el desarrollo económico, cuál es la vinculación de las universidades y la industria, qué condiciones son necesarias para que la innovación prospere y cómo se puede mejorar la integración de la ciencia y la tecnología en aplicaciones prácticas para el mejoramiento de las sociedades.¹⁰

Fruto del raciocinio y el intelecto humanos, el conocimiento científico y sus aplicaciones prácticas y tecnológicas deben utilizarse para generar bienestar y seguridad para los seres humanos. Los proyectos innovadores, a su vez, deben apoyar el desarrollo económico y social de las comunidades y regiones. Es en centros de investigación y producción científica como las universidades donde pueden enfocarse, analizarse y buscarse soluciones eficientes para los problemas regionales. El más valioso capital, que es el humano, adquiere en las instituciones de educación superior la capacidad de interactuar solidariamente y con un espíritu crítico, propositivo y consciente, en la mejora de su sociedad. Es así cómo la universidad mantiene su pertinencia y validez al asumirse como el vínculo que cohesiona la sociedad, el gobierno y la industria proveyendo conocimientos y tecnologías para fortalecer la economía local, eliminar la pobreza y generar prosperidad en su entorno.