En el mundo actual experimentamos día con día una manera diferente de ver el presente. A partir de las últimas tres décadas, la forma en que procesamos la información es lo que nos define como ciudadanos en una sociedad. Hoy en día, el flujo de ideas viaja a un ritmo acelerado y forma parte de lo que se conoce como la revolución de la información.

Durante los últimos años esto ha significado un cambio radical en nuestra forma de consumir ideas, imágenes y elementos culturales que nos diferencian unos de otros. Este fenómeno, que comúnmente conocemos como globalización, no solamente trajo consigo una apertura de mercados y una expansión económica, sino que también nos permitió establecer un puente comunicativo con cualquier parte del mundo en tiempo real. La tecnología estableció una nueva dinámica que ha envuelto a todo y a todos en una espiral de desarrollo que parece no tener límites.

La televisión, el cine, la música, las imágenes y la publicidad son lo que hoy en día nos moldea como ciudadanos y como miembros de un grupo cultural determinado. Nuestra capacidad crítica se ve influenciada por lo que consumimos en los medios, ya sea porque nuestro concepto de política real lo tomamos de una serie como “House of Cards” o porque escuchamos todos los días las canciones del grupo musical Calle 13. Lo cierto es que somos un reflejo de lo que consumimos diariamente.

//Con ello no se pretende decir que no tenemos capacidad crítica, sino que nosotros seleccionamos qué consumir y cómo consumirlo y, al mismo tiempo, podemos emitir un juicio desde el mundo digital al mundo real, sin pensar en la existencia de una diferencia clara.

Es así que las nuevas generaciones hemos experimentado una transformación cultural que difícilmente nos encasilla y define como algo específico. Somos lo que se conoce como “ciudadanos del mundo” y con ello no quiere decir que necesitemos viajar 10,000 kilómetros para cruzar el Atlántico o realizar un viaje por todo el continente americano; al contrario, ahora todo lo encontramos a un click de distancia. Nos podemos sentir igualmente indignados con Donald Trump y su discurso sin importar si estamos en la India o si estamos en Monterrey o en Arizona. Nuestra capacidad para diferenciar la distancia se ha difuminado como nunca antes y, por tanto, nuestra habilidad de ejercer un juicio político ha traspasado las fronteras físicas y se ha instalado en una boleta digital desde donde podemos establecer juicios críticos sobre prácticamente cualquier escenario político alrededor del globo.

Cada día nos encontramos con titulares de prensa donde nos enteramos de manera inmediata de la situación política y social de países de los que nunca habíamos oído hablar y que probablemente no nos interesarían si no fuese por la facilidad que existe hoy en día de identificarse con el otro. Los problemas que experimentan estas sociedades “ajenas” son de fácil asimilación para muchos, puesto que son los mismos que existen en su contexto. La pobreza, la corrupción, la impunidad, la guerra, la muerte, la humillación pública, entre otras, son cosas que el mundo digital nos facilita las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, durante todo el año.

También es necesario decir que con ello nuestra capacidad de asombro se ha visto sumamente disminuida. Si bien hemos logrado un aparente acercamiento con los demás, lo cierto es que ejercemos esta solidaridad en un mundo virtual donde la libertad para desempeñarnos como ciudadanos críticos y responsables se ha quedado corta.

// Es fácil hoy en día ver cómo el mundo digital se ha convertido en un depositario de identidades e ideologías de todos tipos y colores. No es de extrañarse ver opiniones en las redes sociales que llegan a ser camaleónicas, la indefinición es lo que nos engloba y, ante tal diversidad, la cultura democrática y política de los individuos ha sufrido grandes cambios, como todo lo demás.

En la actualidad, el ejemplo que nos permite hablar un poco sobre esta modificación es Donald Trump, quien hasta hace algunos meses era considerado como una simple burla, un personaje salido de un reality show cuyo único propósito era el de ridiculizarse hasta el extremo. Hasta hace no más de dos semanas, Donald Trump se ha convertido en el candidato oficial del partido republicano de los Estados Unidos de Norteamérica y competirá por la presidencia con la candidata del partido demócrata, Hillary Clinton. Efectivamente, unos meses atrás esto nos hubiese parecido salir de un episodio de los Simpson, pero la realidad es que gracias a un discurso racista y cargado de un populismo altamente efectivo para algunas clases sociales estadounidenses, este hombre de negocios ha triunfado. Con esto último no me refiero (ojalá) a que llegue a la oficina oval de la Casa Blanca, sino que ha arrojado luz y dado voz a un sector de la sociedad estadounidense que por fin encontró en quién apoyar su marcada ideología xenófoba. Ahora, ¿cómo es posible que Donald Trump haya triunfado con ese discurso? Son muchas las respuestas que se pueden dar, pero una de ellas, y es la que utilizaremos para explicar los puntos aquí tratados, es precisamente la que tiene que ver con su campaña en los medios digitales.

Durante meses vimos a lo largo y ancho de la red en videos, tweets, fotos, entre otras muchas cosas más, las declaraciones y promesas electorales del ahora candidato republicano. La indignación, como era de esperarse, fue inmediata, pero también inútil. Y ¿por qué inútil?, se preguntarán. Pues porque las miles de imágenes y videos compartidos por la red no hicieron más que una campaña casi gratuita de difusión electoral que ha rendido sus frutos al día de hoy. En esta dinámica tan acelerada del mundo digital, es fácil confundirse y pensar que los clicks funcionan en la práctica y, aunque esto puede tener cierto grado de verdad ya que el consumo de este contenido nos da una idea sobre la orientación política e ideológica de un individuo y su sociedad, lo cierto es que el activismo político ejercido desde la red difícilmente traspasa por sí solo la dimensión virtual.

Es aquí donde nos encontramos con el problema de esta cultura política ejercida y aprendida desde la red. Si no es acompañada por un fuerte y argumentado juicio crítico en la práctica, se verá nulificada de una manera que nos parecería sorprendente. El caso se muestra aún más difícil de asimilar si pensamos que en las redes se veía un apoyo más amplio sobre uno de los precandidatos del partido demócrata como lo era Bernie Sanders, cuyo mensaje optimista y de regeneración nacional era la esperanza de muchos ciudadanos estadounidenses, pero que para su mala fortuna no funcionó. ¿Dónde quedó toda la gente que lo apoyaba desde la red? No lo sabemos.

Así como el ejemplo anterior, podemos pensar en muchos otros alrededor del mundo. Dentro de la efímera información que día tras día circula por las redes y los medios de comunicación, hemos perdido la capacidad de cuestionarnos: ¿de dónde viene esta información?, ¿quién lo dice y por qué?, ¿quiénes escriben los titulares?, ¿por qué se comparten las imágenes de Trump?, ¿nos causa gracia, dolor o indiferencia?, ¿me acordaré mañana de lo que he leído en una nota de diez renglones?, ¿qué dicen los diarios? Entre muchas otras cosas más, sin duda, la mejor ayuda que podemos darnos a nosotros mismos, bien dice el filósofo norteamericano Douglas Kellner, es aprender a consumir los medios y la información, es decir, educarnos para consumir los medios, cuestionarlos y analizarlos. La pregunta es: ¿cómo?