El nacionalismo y la globalización parecen ser los temas principales de la agenda política internacional de nuestros días. Entiéndase al nacionalismo como el fenómeno político de integración social sistematizado por el Estado para crear en sus gobernados una simbología identitaria con un pasado común y un proyecto de construcción general del futuro.² Por otra parte, la globalización es un fenómeno económico y político gracias al cual las economías y los mercados han adquirido una dimensión mundial debido a las tecnologías de la información, por lo que dependen cada vez menos de la acción reguladora de los gobiernos y, con mayor frecuencia, de los mercados externos. Al mismo tiempo, la globalización es la extensión del ámbito propio de las instituciones sociales, políticas y jurídicas, lo que ha provocado importantes cambios culturales y movimientos de reivindicación étnica, regional y nacional.³

Con base en ello, pareciera que ambos conceptos son fenómenos antagónicos y opuestos, siendo que la supervivencia de uno indica la inevitable y deseada –por el fenómeno mismo– muerte del otro. Sin embargo, una mirada más aguda nos revela que se trata de una verdad a medias.

En el presente texto haré un resumen de la historia del nacionalismo y sus efectos en la política internacional globalizante para finalmente pasar a relacionar ese proceso con los eventos de la actualidad que tienen como trasfondo el fenómeno de la identidad nacional y hacer así un juicio valorativo de lo que sucede tanto a nivel nacional, en el caso de México, como a nivel internacional.

Si bien para algunos intelectuales el germen de los nacionalismos modernos se encuentra en los conflictos político-religiosos de la Baja Edad Media y que continuaron durante la Reforma protestante⁴ dividiendo a la cultura europea, el momento crucial de su aparición como agentes de movilización política y como fenómenos de comunión e identificación territorial, fue a partir de las revoluciones democráticas de finales del siglo XVIII. Así, durante todo el siglo XIX en suelo europeo y sus herederos culturales –colonias y excolonias– se sucedieron acalorados conflictos en los países o, si se prefiere, entidades, que buscaban delimitar sus fronteras mediante la búsqueda de elementos aglutinantes y definitorios del carácter propio de los habitantes de aquellos espacios; ello a partir de una ideología común que establecía valores y derechos universales. Esto ocasionó conflictos tanto internos como externos: los primeros por la dificultad de seleccionar algunos de los muchos elementos regionales que podrían definir a la nación; y los segundos, por la negativa de otros Estados de permitir que algunas entidades se autogobernaran y desarrollaran su carácter nacional, como sucedió en el caso alemán o igualmente en el caso italiano.

De esta manera, el fenómeno nacional no estaba peleado con la globalización: la cultura occidental definía como universales las ideas democráticas, igualitarias, liberales y nacionales, y la construcción de los Estados-nación obedecía a una manifestación de un proceso globalizador que se comenzaba a gestar. Al mismo tiempo se seleccionaban los rasgos nacionales de los Estados emergentes.

Durante la primera mitad del siglo XX, los sentimientos nacionalistas exacerbados fueron elementos fundamentales para que se desataran las llamadas Guerras Mundiales, eventos que aún conmocionan al mundo. Además, los sistemas totalitarios no se explican sin ese nacionalismo agresivo, patriótico y xenófobo.⁵ Así, a lo largo del siglo XX se produjeron numerosos movimientos de reivindicación étnica y/o regional con el fin último de formar nuevas naciones. Hablamos de una manifestación que continúa vigente en algunos casos, como en el país Vasco, por dar un ejemplo.

No obstante, sucedieron movimientos que buscaron la universalización de los derechos humanos y el establecimiento de la igualdad jurídica; así también, manifestaciones que se oponían a las políticas belicistas e imperialistas surgidas a partir del conflicto entre el capitalismo norteamericano y el comunismo ruso.

//Sin embargo, resulta llamativo que se entremezclaran movimientos nacionales y universales. El caso de la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos es ilustrativo. Surgido dentro de una corriente de pensamiento del panafricanismo,⁶

clamaba por la valoración de la población afroamericana en la conformación social estadounidense y su derecho a recibir el mismo trato que la población caucásica; es decir, pedían justicia e igualdad, equidad. Se trataba de un fenómeno universal en los lugares donde el racismo se encontraba sistematizado, principalmente en los países africanos que habían sido colonizados por sus similares europeos de herencia anglosajona. El ejemplo más claro es el de Sudáfrica y el apartheid, la institución de segregación racial –por demás inhumana– que mantuvo en una total desigualdad e injusticia a un gran número de personas hasta su desaparición hace apenas unas cuantas décadas.

Ante esta revisión, parece ser que no hemos aprendido nada. La guerra en Siria ha obligado a su población a escapar de ese infierno que pareciera no tener fin. El terrorismo orquestado por el Estado Islámico tiene en jaque la política exterior de los principales actores en la ONU. La salida del Reino Unido de la Unión Europea respondió a sentimientos nacionalistas de la población y a la oleada antiinmigrante que sacude a Europa y que amenaza con llevar al poder a facciones de extrema derecha que se niegan a aceptar la humanidad de las mismas personas que se vieron afectadas por la intromisión y el ajetreo de sus líderes políticos en el mundo árabe.

Mientras tanto, en los Estados Unidos la figura de Donald Trump y su discurso xenófobo y racista se presenta como la solución a los problemas internos del país, corolario dentro de una gran parte de la opinión pública y la sociedad estadounidenses.

// Por su parte, en México el efecto de la globalización ha producido un debilitamiento del nacionalismo revolucionario. La figura presidencial ya no llama al respeto –aunque este fenómeno responda al hartazgo de la corrupción política en la sociedad–,

al tiempo que los elementos que nos definían como mexicanos han tenido un nuevo significado como símbolos de la identidad regional y no tanto nacional, ya que la influencia de la contracultura y subgrupos culturales agrupados en las denominadas tribus urbanas, han dado nuevas identificaciones entre los mexicanos, principalmente en las ciudades más populosas y de menor presencia indígena. Sin embargo, los conflictos políticos, sociales y económicos en ciertas regiones del país –en las de mayor presencia indígena y con mayores contrastes culturales como lo es la zona del sureste mexicano– han dado pie a una reivindicación de las culturas nativas que luchan por mantener vivas sus tradiciones y formas de vida ante los embates del neoliberalismo y la globalización promovidas por el Estado y el sistema político mexicano dominados por una oligarquía preocupada más por el ensanchamiento de su riqueza que por la igualdad social.

En este panorama surgen voces que claman por la verdadera nacionalización de los recursos naturales del país y por la regeneración nacional a través de la protección estatal de los valores y particularidades nacionales. Al mismo tiempo, el mexicano promedio se mofa de su realidad y exalta valores y cánones estéticos occidentales, universales. El progreso fomentado por las instituciones económicas y los bancos y fondos mundiales ataca la idiosincrasia de grupos culturales que mantienen estructuras en su organización social, aquellas que son contrapuestas a los modelos de propiedad privada, de libre empresa y de nulas restricciones comerciales. Y mientras la desigualdad, la injusticia, el cinismo y la desfachatez sigan presentes como móviles de la política mexicana, apoyados por empresarios extranjeros y la intromisión de agentes externos de la política internacional, los mexicanos estaremos expuestos a sufrir de esas corrientes xenófobas, de violento nacionalismo, desintegradoras, avergonzadas y que victimizan a los más pobres del país por su composición cultural. Oposición entre nacionalismo y globalización, nuevamente entre progreso y conservación, entre libre mercado y proteccionismo estatal. Pareciera que volvemos al conflicto nacionalista entre liberales y conservadores del siglo XIX.

Para finalizar me gustaría hacer una observación sobre el conflicto por la reforma educativa en el sur del país y que está estrechamente relacionado con lo que he venido señalando. Más allá del conflicto entre la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y el gobierno federal, la movilización y la expansión de la protesta en dicha zona obedece a numerosos factores entre los que destaca la conservación de las culturas indígenas. Me refiero a que la estandarización de las evaluaciones a los profesores, no ya a los alumnos –que en última instancia también viene siendo parte del problema–, no contempla la realidad misma a la que se enfrentan los profesores. En los lugares más apartados de las ciudades, las comunidades rurales en las serranías, los profesores deben de ser, en muchos casos, bilingües, deben conocer a la perfección la lengua local y el español, y los contenidos en los programas educativos deben de ser explicados en ambas lenguas para que los alumnos puedan comprender lo que se les enseña. Nuestro lenguaje nos ayuda a comprender el mundo, es el lente por el cual entendemos los fenómenos naturales, es decir que determina nuestra cosmovisión. En ese sentido, cabe preguntarse: ¿la voz alzada de quienes tienen a cargo la supervivencia de valores, tradiciones y estructuras sociales distintas al proyecto nacional mexicano puede verse entonces como una lucha por la reivindicación cultural frente a un fenómeno globalizador? Porque, si esos maestros son retirados de su función, ¿quiénes ocuparan sus lugares?

Importa poco, para los fines de este texto, los posibles resultados de las evaluaciones de los maestros y los cambios administrativos para llevar a cabo dichas evaluaciones. Las problemáticas sociales como la drogadicción, la violencia intrafamiliar, el vandalismo, la pobreza, entre otras, que están estrechamente vinculadas con la calidad de la educación y el aprendizaje de los alumnos, seguirán presentes mientras esos problemas no sean vistos como parte de un todo. Lo que me interesa señalar es que la situación de la educación forma parte de la oposición entre el problema nacional y el fenómeno globalizador.

Bien señala Macario Schettino en su columna de El Financiero,⁷ que el nacionalismo y los sistemas totalitarios, especialmente el comunismo, fueron las grandes religiones del siglo pasado, creando su propia liturgia, sus textos sagrados, su parafernalia, sus sacerdotes e instituciones inquisitoriales represivas. Hoy en día, sin embargo, parece que nos acercamos cada vez más a esas situaciones conflictivas del pasado, sólo que la religión de nuestro tiempo obedece a las reglas del libre mercado en las que libertad significa el derecho de las grandes empresas de poseer y explotar los recursos que les convengan sin importar que afecten y destruyan las vidas de numerosas familias, pues para ello cuentan con el apoyo Estatal y su fuerza represiva.

En consecuencia, parece necesario que redefinamos lo que entendemos por México y su proyecto nacional, que dejemos de lado los fantasmas del pasado que no explican la realidad de nuestro tiempo y nos mantienen encasillados en un retrato del cual no podemos escapar. Ya lo mencionó Mauricio Tenorio:⁸ debemos destruir la imagen que el mundo tiene de nosotros, acabar con el retrato violento, sangriento y esquelético con el que se nos asocia, pero debemos hacerlo anteponiendo una imagen positiva, propositiva, no excluyente, que unifique y dé cuenta de nuestras singularidades y que al mismo tiempo nos encuadre dentro de la comunidad internacional.

No se trata de una tarea sencilla ni rápida, pero ante la amenaza que corremos de revivir los conflictos xenófobos y de seguir alimentando el fenómeno globalizador que ha sido benéfico para muchos al mismo tiempo que destructivo y asesino de muchos más, no tenemos mucho de dónde escoger.