Todo comienza una tarde que parece una foto:
al fondo de la calle se ve papá con sus amigos, pero el grupo está inmóvil;
mamá se queda quieta entrecerrando los ojos, con los brazos en alto hacia el tendedero y una blusita celeste en las manos; pasa un avión por el brillo tenebroso del cielo pero no se mueve; sin embargo, las sábanas puestas a secar ondulan suavemente.

Ahora la casa está lejos (es verano, se entiende); el calor oscurece este viejo edificio en las afueras de Praga y el ruinoso tranvía no acaba de partir, y nos miramos con callado recelo los unos a los otros, sentados en los bancos, padeciendo la ceniza tibia del día y el peso inexorable de las nubes que se deslizan como girones en dirección contraria a nuestras fastidiosas esperanzas. Entonces llega Sudek y nos rescata.

Es decir, toma la foto.

Papá se anima enseguida y ríe mucho enseñando los dientes hasta cobrar un asombroso parecido con un pectoral mixteco (el Señor de los Muertos). Quién sabe como llegó hasta aquí, hasta Pancrák, donde además sus amigos le celebran con efusivas palmaditas un viejo ejemplar de “La Condena”, de Kafka, que él muestra con cierta reticencia aunque orgullosamente.

La tarde es amarilla y gris como en esas postales ambarinas de finales del siglo XIX que documentan los estragos de una epidemia en un pueblo perdido de la costa, en el Golfo de México.

México. Quién sabe cómo papá llegó hasta aquí (¡y con un ejemplar de “La Condena” en la mano!), a donde sus amigos le celebran en un áspero idioma que yo no sabía que hablaba.

“¡Adiós, hijo!”, grita mamá desde Pancrák en las afueras de Praga, agitando con suavidad la pequeña blusa celeste y mojada, cuando el tranvía finalmente se pone en marcha.

Pero, ¿qué hacían mamá y papá en esta foto de Sudek? Misterios de la cámara oscura y las grutas del inframundo...