Contra la Tele-visión, de Heriberto Yépez(Tumbona, 2010)

En su breve volumen Contra la tele-visión (Tumbona, 2008, reeditado en 2010) Heriberto Yépez (Tijuana, 1974) plantea no sólo varias ideas dignas de atención sino demuestra que, pese a sus elucidaciones y juicios pretenciosos, no es ningún improvisado, que puede y debe ser tomado verdaderamente en serio.

Dividida en dos partes, la obra es una extensión de El imperio de la Neomemoria (Almadía, 2007), en el sentido de que el autor retoma algunos de los conceptos esgrimidos en ese otro volumen y además ensaya una interpretación filosófico-crítica del poder patriarcal, aunque esta vez se centra concretamente en el poder mediático.

El primer “opúsculo”, titulado “Contra la telefísica”, es una arqueología, a la vez análisis, interpretación y desenmascaramiento de lo que Yépez llama la “telefísica”. Según el tijuanense, lo que define nuestra época, como efecto de la integración global, es el giro de la metafísica a la telefísica. De este modo, Yépez, globalifóbico, hace una descripción crítica de la disolución y desprestigio de la metafísica que devino en la banalización y cosificación, ambas, propias de la telefísica.

Bastará apenas adentrarse en este libro y el lector probablemente se sentirá desconcertado, no sólo por el enigmático epígrafe (que tardará en adquirir sentido), sino porque hace falta avanzar varias páginas para poder llegar a definiciones concretas y claras de los conceptos que utiliza, por cierto, la mayoría de la invención de Yépez. Y si la primera impresión es el desconcierto, la siguiente podría ser, para el lector impaciente, la aversión. Esto es porque Heriberto Yépez espera la complicidad absoluta de su lector, le exige compartir y dominar sus referentes, sobre todo intrincados conceptos de la tradición filosófica occidental; por no olvidar que a muchos no termina por convencer su vertiginosa escritura confeccionada por un estilo segmentado de oraciones contundentes cuyo fin es evidentemente efectista: dar la sensación de una inclemente metralla de ideas.

En esta primera sección, Yépez critica la abolición de la distancia entre mundo ideal y mundo material en Occidente.

Su tono, más que nostálgico, apocalíptico, nos señala y advierte de las implicaciones de esta dirección: el que haya desaparecido el más allá inalcanzable, hace que se vuelva un más acá asequible pero igualmente inaccesible: lo que antes era tragedia ahora es ilusión que aliena al individuo en el imperio de la imagen y la cosificación de su entorno.

// Ese individuo no puede ser más que el actual espectador televisivo. Se trata de una crítica del capitalismo pero centrada en su política de consumo, fabricante de necesidades e insatisfacciones.

Desde la perspectiva Yépez, el proceso de transición de la metafísica aún continúa porque nos encontramos en una época intermedia donde la telefísica no se ha consolidado, por lo que, asevera, este cambio puede revertirse aún: podemos evitar vivir en un mundo que ha rechazado la fantasía de trascendencia (filosófica, religiosa) por una realidad prefabricada, inexistente, imaginaria. Una donde el individuo deviene en cosa y ésta, a su vez, en imagen supuestamente alcanzable cuando sólo arrastra hacia la vorágine perpetua por la persecución de imágenes deseadas. Y, desde luego, que la telefísica debía tener una representación no abstracta, sino igualmente distante y reconocible, igualmente telefísica. Para Yépez, Estados Unidos más que un país, un sistema de gobierno o territorio con ciudadanos, es la materialización final de la telefísica: es el imperio de la imagen por excelencia, es el reducto original del individuo exitoso, seguro pero alienado.

Desde luego, Yépez tiene la prudencia de no sucumbir en el mesianismo; precisa el problema pero no expide la receta para curarnos del actual estado telefísico. Si el también psicoterapeuta tiene o no una propuesta de salvación, se lo ha reservado y sólo nos ha expuesto la radiografía de la hegemonía telefísica, por lo que este primer apartado cierra con una gran interrogación final. Y ha acertado, su crítica ya es bastante trascendental como para haberse arriesgado a pasar de profeta a mesías, porque supo distinguir que el púlpito del profeta es menos peligroso.

El segundo opúsculo, “Contra mass-co-media”, centrado en las particularidades de la condición telefisica mexicana, aventura, por principio, un diagnóstico que él llama psicohistórico: la historia de México se distingue por la sumisión social ininterrumpida. Según él, la opresión ya está pre-programada en la psique mexicana; históricamente la hemos heredado desde la Conquista, pero es en el día a día cuando se consolida mentalmente. Como al individuo este sentimiento de permanente dominación le impide superarse, la consecuencia ha sido un completo desdén por la experiencia intelectual verdadera y un orgullo recalcitrante por el atolondramiento, como una forma de venganza resentida con el otro-opresor (hoy en día ya no el conquistador pero sí el político, el poderoso, el empresario, el rico, el culto). Y la única que ha sabido aprovechar esta vindicación de la propia condición oprimida del dominado es la televisión: las televisoras elogian lo jodido y lo promueven porque les beneficia económicamente.

// Para Yépez, México es un país bipartidista no ideológica pero sí mediáticamente, es la teledictadura perfecta donde las televisoras son portavoces del rencor psicohistórico, ridiculizando y desprestigiando el poder para ponerse, populista e ignominiosamente, del lado de las mayorías resentidas

(desde “Las mangas del chaleco” y Brozo, hasta los reality shows, desde el Teletón hasta “Laura en América”), y saldar así su deuda histórica con la teleaudiencia a quien durante todo el “priato” le dio la espalda. La televisión le da su venganza al pueblo y tiene así poder sobre el poder, incluso burlándose del poder y del pueblo con la mentalidad del propio pueblo (actitud cangrejil, racismo, misoginia, homofobia). Si bien Yépez se escandaliza por la sátira a la que ve como crítica superficial (olvida que viene de los griegos), admito que me parece interesante que piense que esta crítica no facilita la superación espiritual del individuo que a Yépez le inquieta mucho: tal como ya se ha visto antes, su preocupación por la sanación epistemológica y psíquica.

// Esta otra sección supone una crítica, sanamente diría yo, antinacionalista, pues nada más “mexicano” que la neta del populacho y el binomio naco-chingón (como fantasía de superioridad), y nada más necesario como la desmitificación de estos valores populares tan arraigados en la mentalidad nacional para librarnos del control televisivo, para salir de este statu quo de opresión.

Y entonces aquí, Yépez (ahora ya psicoterapeuta social) sí propone una vía de salvación acaso imposible: desarticular el sistema de hegemonía mass-co-média mediante la reinvención de una espiritualidad que supere al individuo alienado, que sueña ser y obtener una imagen telefísica en realidad inalcanzable. Según Yépez, para no convertirnos en paradigma del declive de las democracias occidentales, para no ser una versión más del resentimiento psicohistórico que ataca a su opresor, la sabiduría es el camino.

A pesar de esta verdad barata, oculta debajo de capas y capas de complejidad textual, la seductora amplitud de la interpretación de Yépez abruma por su acertadísimo diagnóstico. Existe una genuina vocación crítica detrás de este libro que no admite, de ningún modo, lectura desdeñosa.

Contra la televisión resiste la exégesis y el debate pormenorizado línea por línea y página por página, su entramado es de tal consistencia que tiene la virtud de soportar varias relecturas. Y se le puede reprochar a su autor lo ambicioso de su intento por fabricar sus conceptos, escribir como si su palabra fuera revelación de gurú; no, sin embargo, se le puede negar su endemoniada pericia para construir nuevas y penetrantes maquinarias de pensamiento cuyos alcances no podemos prever aún.