La lobreguez de la noche presagiaba una tormenta, me encontraba  sola  en casa, reposando en un destejido sillón de mimbre, la inquietud comenzaba a acorralarme, intuía que nuevamente me enfrentaría a ese ser extraño que hacía ocho días me había lacerado el alma, habían transcurrido dos horas de angustia y el presagio se cumplió, comencé a escuchar unas pisadas sin dirección y una voz hablando un extraño idioma, pronto me refugié en mi habitación y cerré bajo llave, pero su furia incontenible la hacía más fuerte, con cada golpe que asestaba en el portón de madera de la entrada principal, mi pulso se aceleraba, conforme pasaban los minutos mi endeble cuerpo se iba encogiendo en una de las esquinas hasta quedar en posición fetal, los gritos de auxilio se habían exiliado de mi boca, sólo se escuchaba una rata en mi armario royendo unos viejos libros de secundaria; repentinamente, mi cabeza caldeó cuando escuché que derribó el portón, el pánico se apoderó de mí, sabía que en cuestión de minutos derribaría la puerta de mi habitación. Y así fue, se abalanzó contra mí, me estrujó con furor, percibí un olor rancio que emanaba de su boca, sus ojos rojos se desorbitaban progresivamente, me maldijo una y otra vez hasta que me azotó contra la pared y caí desmayada.

Al siguiente día desperté a las 9:15 a.m., lentamente abrí los ojos, estaba desconcertada, pero apenas comencé a moverme sentí un desgarrador dolor en mi espalda  que me recordó lo que había sucedido la noche anterior, no quería pensar en nada, me limité a observar el recorrido lineal de una diminuta araña púrpura en el húmedo techo, más tarde intenté levantarme, pero el dolor me sometía, no pude evitar romper en llanto, sentía un inmenso dolor físico, pero más herían mis emociones, sentía rabia, impotencia, rencor, odio, desesperanza…, me habría quedado el resto del día en ese lugar, pero la resequedad de mi boca suplicaba un poco de agua, me arrastré por el suelo para llegar a la cocina, apenas logré salir de mi habitación cuando extrañamente una densa niebla invadió todos los rincones de la casa, ¡me paralicé!, ¡respiraba lo menos posible!, ¡en cualquier momento la bestia me atacaría! Conforme pasaron los minutos, la niebla se fue desvaneciendo y un delicado olor fue impregnando el lugar, con temor alcé un poco mi cabeza, era sorprendente lo que estaba frente de mí, un  pequeño jardín con nardos.

Inexplicablemente, el dolor de mi cuerpo fue menguando, hasta que logré levantarme del piso, la sed desapareció, caminé con lentitud hacia el jardín para envolverme en el aroma de las flores,

//   de manera inesperada una bella melodía comenzó a hechizar mis oídos, el momento era sublime, ya no importaban las heridas físicas y emocionales, la esperanza y la ilusión emergían en mí.

En los siguientes días comencé a reponerme del desgaste físico y emocional que la bestia había engendrado en mí, intuía que ese extraño y violento suceso sería el último en ocurrir. Espontáneamente, realicé un viaje a Chile, Los Andes me arroparon con su gélido clima, una tarde decidí salir de la cabaña para contemplar las imponentes montañas nevadas, al estar frente a ellas me sentí plena, levanté mi cabeza hacia el cielo para agradecer a Dios por ese momento, y tuve el privilegio de apreciar el vuelo de un cóndor andino, conforme pasaron los minutos el frío comenzó a acentuarse. Al llegar a la rústica cabaña una atmósfera cálida me envainó, no fue necesario encender la fogata, me acerqué al ventanal para contemplar la serenidad de los cipreses, más tarde armé el caballete y me dispuse a pintar la majestuosidad que tenía a mi alrededor, apenas realicé los primeros trazos  arrojé  los pinceles al piso, la melancolía comenzaba a asediarme, decidí probar una exótica bebida que me vendió un anciano de Los Andes, el sabor era agridulce, habían transcurrido 30 minutos y mi cuerpo se hacía más ligero a cada instante, de repente escuché ruidos en las afueras de la cabaña, si hubiera estado en mis cinco sentidos me habría asomado por la ventana; sin embargo, no le temía a nada, abrí la puerta y salí sin abrigarme, no sentía frío ni calor, caminé un largo tramo, mis pies se hundían en la etérea nieve, el ruido se iba intensificando e impetuosamente me detuve, a 25 metros de distancia observé un rebaño de guanacos multicolores volando por los aires, estaba embelesada, sin embargo, el ambiente surrealista en el que me sumergí se extinguió cuando avizoré que la bestia me observaba detrás de un frondoso árbol, me paralicé, no sabía si eran los efectos del alucinógeno o era real, mi pulso se aceleró cuando la bestia comenzó a caminar en dirección hacia mí. De manera inmediata traté de correr, pero una extraña pesadez en mis pies lo impedía, nuevamente volteé hacia atrás y la bestia había desaparecido, intenté tranquilizarme y caminé hacia la cabaña. Al entrar ahí cerré con llave y coloqué un candado, luego me arrojé a la cama y un sueño profundo me apresó, aunque un sublime olor a nardos me despertó en la madrugada…

Al siguiente día, después del desayuno salí de la cabaña, anhelaba esquiar por primera vez, pero luego de las constantes caídas comencé a desesperarme, inesperadamente llegó al lugar una atractiva y joven mujer chilena, quien se presentó y de manera amable se ofreció a enseñarme. Martha era una experta esquiadora, al tomar mi mano me estremecí, sentí que entre ella y yo había una relación mística. Durante algunas mañanas estuvimos saliendo a esquiar y la amistad fue floreciendo. 

En una ocasión, la invité a mi cabaña, conversamos durante algunas horas sobre distintos temas, degustamos un amargo café por la falta de azúcar, no obstante, su compañía era tan fascinante que incluso el café tenía vestigios de dulzura. Finalmente, se despidió de mí, Martha debía estar al siguiente día en el aeropuerto de Santiago de Chile para tomar un vuelo hacia Canadá, asistiría a los juegos olímpicos de invierno, en Calgary. Martha fue la razón de que ese viaje quedara cincelado en mi memoria. Faltaban solamente dos días para regresar a México, estaba decidida a cerrar un ciclo que me había socavado la dignidad y la ilusión. Aquella tarde, el colérico viento vaticinaba una tormenta de nieve, aun así decidí salir de mi refugio y enfrentar a la bestia, intuía que desde mi llegada a Los Andes me había estado vigilando, intencionalmente me alejé de la cabaña para mostrarme vulnerable, la ventisca comenzaba a azotar, apenas se avizoraba la floresta, poco a poco mi cuerpo se inmovilizaba, sin embargo, seguí caminando hasta que un delicado roce en mi hombro por detrás me detuvo súbitamente. En ese instante me paralicé, volteé hacia atrás, la bestia me observó fijamente hasta escudriñar mis pensamientos, me desconcertó su serenidad, quizás era una trampa y lo confirmé cuando percibí su mano izquierda con el puño cerrado, traté de apaciguarme, pero fue inevitable, de manera impulsiva saqué un cuchillo de la bolsa de mi chamarra, comencé a atacarla, cada vez que laceraba su piel rojiza mi espíritu acariciaba la libertad, el rencor se desterraba de mis poros. Finalmente, la bestia desfalleció, la languidez de su mirada imploraba perdón, su puño se fue abriendo lentamente y el bulbo de un nardo cayó sobre la nieve, después me marché. Desde hacía mucho tiempo ansiaba enfrentar a la bestia, pero el desgaste físico y emocional lo impedían, Sandra era mi pareja, teníamos un año nueve meses de relación, cuando la conocí era una mujer encantadora, pero desafortunadamente su adicción al alcohol y la violencia psicológica y física que ejercía sobre mí la fueron convirtiendo en una bestia; Sandra nunca mostró el mínimo interés en buscar orientación psicológica u otras alternativas, la ilusión se había esfumado, lo nuestro no iba a trascender, al contrario, la violencia se iba agravando y mi vida corría peligro en cada enfrentamiento. Quizás aquel bulbo de nardo significó su regeneración, quizás no, de cualquier modo no estaba dispuesta a seguir viviendo bajo su sombra.